Mi último suspiro.
Luis Buñuel.
Traducción de Ana María de la Fuente Suárez.
Debolsillo.
Traducción de Ana María de la Fuente Suárez.
Debolsillo.
Barcelona, 2012.
Apenas unos meses antes de su muerte, el
que puede ser considerado como el cineasta español más importante de la
historia veía publicado el libro de memorias que escribió junto a su amigo,Jean-Claude Carrière después de años de incesante colaboración en los que el
célebre guionista fue trasladando fielmente al papel lo que un Buñuel, intimidado
por una creciente amnesia que le recordaba a la que devoró a su propia madre,
le iba transmitiendo acerca de una intensísima vida que sentía apagarse
lentamente. El resultado, reeditado este mismo año, fue el vitalista relato de
un hombre extraordinario, testigo cuando no protagonista de numerosos
acontecimientos insólitos, que escandalizó con su enigmática y transgresora obra
a la sociedad biempensante de todo el mundo.
Mi último suspiro, desde la casi
literalidad del título, pues la obra apareció primero en francés (Mon dernier
soupir) e inmediatamente después en español, en ambos casos aproximadamente un
año antes de la muerte -acaecida en México el 29 de julio de 1983- del cineasta
aragonés, recoge las vivencias que un Luis Buñuel anciano y, en ocasiones,
transido de angustia ante la progresiva desaparición de sus recuerdos, quiso
legar a la posteridad al percibir que sus capacidades físicas y mentales se
iban debilitando y que su vida se acercaba a su fin.
No se trataba, a tenor de lo anterior, de
un empeño de última hora, aunque sería inexacto afirmar igualmente que la
redacción de este libro, como las memorias de un Neruda o un Alberti, le
ocuparon la mayor parte de su vida. Y no puso ser así, de un modo no exclusivo
pero en todo caso fundamental, porque Buñuel, como él se encarga de subrayar
desde el inicio, no fue un hombre de letras, de modo que, hasta que no dio con
la persona que sería finalmente la encargada de trasladar sus experiencias al
papel, este proyecto, que luego se iría elaborando a intervalos durante largos años,
no pudo cobrar visos de realidad.
Este médium –considerarlo simplemente como
una especie de ilustrado amanuense sería
rebajarlo innecesariamente, amén de una fútil injusticia, máxime cuando la idea
de escribir el libro partió de él mismo- fue uno de los grandes amigos y uno de
los colaboradores más constantes y brillantes de la última etapa de Buñuel como
director. Hablamos de Jean-Claude Carrière, el guionista al que el de Calanda conoció
en el Festival de Cannes de 1963 y con el que escribió obras tan relevantes
dentro de la filmografía del realizador español como Belle de Jour o El discreto encanto de la burguesía. De las entrevistas que ambos mantuvieron
entre rodaje y rodaje, entre reunión y reunión, de lo que uno, incitado con
frecuencia por su interlocutor, contaba y de lo que el otro iba anotando,
fueron surgiendo –así, sin libros de por medio ni material suplementario- unas
memorias que, a pesar del largo periodo de gestación, en ocasiones pueden dar la
sensación de ser apresuradas, sin que con este calificativo se pretenda acusar
a sus autores de haber incurrido en desmaña o ligereza, mucho menos apuntar,
aun subrepticiamente, a la comisión de un delito de urgencia, al sentir el más
directamente afectado que el tiempo se agotaba. En absoluto, aunque el estilo
es directo, como suele decirse de línea clara, la obra no adolece de una falta
de estructura ni carece de un innegable propósito de ceñirse, como en un guión,
a una estructura perfectamente secuenciada. Así, el orden cronológico solo es
aquí y allí interrumpido por la oportuna inserción de algún que otro capítulo
colateral, como el relacionado con la interpretación de los sueños –tema tan
capital en su obra- o aquellos en los que se detiene a detallar algunas de las
filias y fobias que con mayor fervor han acompañado al director de Viridiana
–ya sea a modo de inventario o de manera monográfica, como cuando habla de un
modo fácilmente comprensible por todos de “los placeres de aquí abajo”-, que a
modo de despiece periodístico remansan el relato y complementan con sabrosos
detalles el recorrido biográfico. La alusión, pues, viene motivada por esa especie
de sensación de velocidad que le imprime al relato el ritmo trepidante con el
que están contadas las innumerables anécdotas y pensamientos de los que se quiere
dar cuenta en las apenas trescientas páginas que conforman la obra, y que transfieren
a ciertos epígrafes la impresión de no ser más que meros esbozos.
Y es que con Buñuel, como con buena parte
de los grandes artistas e intelectuales del siglo XX, sucede que es tal el cúmulo
y la calidad de las peripecias vividas que, de haber existido tal voluntad y a
poco que se hubieran querido incorporar algunos sucesos extras o simplemente
desarrollado los presentes, la extensión total de las memorias fácilmente se
podría haber triplicado. Si la existencia de cualquier español corriente que
superase los setenta años y que hubiera vivido en este mismo período histórico
daría para rellenar un volumen bien vasto, qué cabría esperar de un hombre de
cine que conoció en primera persona la II República, la Guerra Civil o el
exilio; que tuvo entre sus más íntimos amigos a Dalí o Lorca, que trabajó en
Hollywood pero desarrolló la mayor parte de su carrera en México, que fue una
celebridad en Cannes o Venecia antes de ser agasajado por hombres como John Ford o Hitchcock, que escandalizó a España y a medio mundo y que, por si fuera
poco, supo convertir a sus películas, además de en cautivadoras obras de arte,
en enigmas sobre los que han derramado manantiales de tinta desde eminentes psiquiatras
hasta los más circunspectos filósofos, pasando por otras muchas clases de exégetas.
Desde la inicial evocación del
hundimiento en las tinieblas de su propia madre, que llegó a no reconocer ni a
sus hijos y que rebosa patetismo cuando el propio Buñuel recuerda a renglón
seguido cómo él mismo había despreciado siempre a aquella figura del “memorión”
escolar, ése que sabía decir de carrerilla fruslerías como la lista de los
reyes godos; hasta la última voluntad explicitada con que cierra la obra –ese
deseo de poder levantarse de entre los muertos cada diez años para comprar el
periódico, ¡él!, el mismo que odiara la sobreinformación de los tiempos
modernos, solo para leer los “desastres del mundo”-; en todo ese intervalo que
abarca una vida entera, una confesada voluntad de fijar aquellos momentos
memorables, aunque sea simplemente para enunciarlos y, tachados con una raya
diagonal, poder pasar tranquilamente a otra cosa, sustenta el volumen.
Con la amnesia como horizonte amenazador
poco importa, nos dice Buñuel, que los recuerdos se ajusten exactamente a la
realidad o que estén traspasados por la imaginación y el ensueño. Ante una
confesión semejante, enfrentados a cualquier otro, podríamos caer en la
tentación de reprocharle su falta de autenticidad, su aire teatral, su
interesado afán por resultar trivial al colocar sobre el relato un manto de
calculada incredulidad. También, podríamos, defraudados, echarle en cara
aquellas palabras de aquel obsesivo explorador del yo, André Gide, cuando
escribió que las memorias eran siempre “sinceras a medias”. Pero en el caso de
Buñuel tenemos que dar por bueno, como él mismo señala en todo momento, que sus
errores y dudas forman parte de él tanto como sus certidumbres, ya que tan
vitales y personales son las unas como las otras, y así debemos aceptar con
naturalidad que no será él el primer hombre en, transformando sin querer un
recuerdo, “hacer una verdad de nuestra mentira”.
Al margen de esto, lejos de lo que
pudiera imaginarse, no son los años de sus grandes éxitos profesionales por los
que parece mostrar un mayor apego. Al contrario, a quienes esperasen hallar
aquí una explicación pausada del autor acerca de sus propias películas, aun de
aquellas más reconocidas –circunstancia que podría beneficiarse del hecho de
que Carrière es un verdadero especialista en cine y, particularmente, en la obra
de Buñuel: al que dedicará, por cierto, años más tarde su autobiografía Para
matar el recuerdo- quizá les decepcione
descubrir que a cintas como El ángel exterminador, una de las obras de su
filmografía sobre las que más se ha escrito, no dedique más que unas escasas
líneas, y no sucede de un modo muy diferente con las demás. Sí es cierto que a
lo largo de todo el volumen, Buñuel va dejando caer de su zurrón un reguero de
pistas que nos facilitan el poder avizorar qué hondos resortes activan algunas
veces su imaginación hasta desembocar en la proyección final de todo aquello en
la pantalla pero, sigue siendo, en cualquier caso, a los años de infancia,
juventud y formación a los que dedica, en proporción, mayor atención.
Desde la evocación de la pobreza que vio -aunque
no padeció, por venir de familia de posibles-, durante su infancia en aquella
Calanda en la que “la Edad Media se prolongó hasta la primera Guerra Mundial” y
que más tarde recrearía, desplazando algunos cientos de kilómetros el eje, ya en
plena España republicana, en el documental “Las Hurdes. Tierra sin pan”; hasta
el recuerdo de los atronadores tambores de Calanda por Semana Santa; pasando
por sus clases con los jesuitas, que terminaron expulsándolo del colegio; o las
primeras visitas a aquellas primitivas salas de cine de Zaragoza donde junto al
pianista existía la figura del “explicador”, Buñuel se detiene gustoasmente en
esta primera etapa de su vida que culminará en los años decisivos de su paso
por la Residencia de Estudiantes. Precisamente, dentro del capítulo dedicado a
este último periodo destacan, como no podía ser de otra forma, los epígrafes en
los que explica sus relaciones con algunos de los grandes personajes de la
época y, especialmente, con sus grandes amigos Lorca y Dalí. Al primero, al que
quiso entrañablemente y al que dedica emocionadas
palabras de cariño –para Buñuel, lo de menos era su teatro o su poesía, toda
vez que “la obra maestra era él”-, lo “defiende” incluso ante el supuesto
“afeminamiento” que algunos le imputaban; con el segundo se muestra algo menos cálido,
aunque achaca en exclusiva a Gala –a quien llegó a agarrar del cuello en
Cadaqués, lo que no gustó mucho al autor de La tentación de San Antonio- la
transformación en un “Avida Dollars” del pintor que propiciaría la ruptura e
irreversible distanciamiento entre los dos escritores de Un perro andaluz.
Sus reflexiones sobre el cine son,
evidentemente, copiosas. Su formación en este arte durante décadas –como él
mismo afirma- mirado con cierto desdén por la intelectualidad como una especie
de atracción de feria, queda perfectamente descrita. Desde que comenzó a
colaborar en la prensa como crítico hasta que en París dio sus primeros pasos como
aprendiz del oficio, pasando por sus primeros proyectos vanguardistas en España
tras conocer a los surrealistas en Francia o probar suerte, hasta en dos
ocasiones distintas en Hollywood, hasta desembocar -después de que la guerra
civil española abortara cualquier posibilidad de hacer carrera, quién sabe si
providencialmente para su obra- en un tardío y prácticamente inesperado éxito
en tierras mejicanas, desde donde su genio irradiaría a todo el mundo, puede
seguirse –que se me perdone la expresión al hablar de alguien que detestaba la
Ciencia- su artístico periplo con entomológica precisión. Pero, no solo su
trayectoria como cineasta está definida y aderezada con todo tipo de alusiones
y anécdotas –como las que hacen referencia a los intérpretes con los que colaboró,
de Pedro Armendáriz a Fernando Rey, de Paco Rabal a Michel Piccoli, de
Silvia Pinal a Catherine Deneuve o Jeanne Moreau- sino que también aprovecha
Buñuel para hablar de aquellos maestros que le sirvieron de inspiración y
estímulo, entre los que habría que destacar, por ser los primeros en dejar su
huella en el joven aragonés, genios como Eisenstein, Pabst, Murnau y, “sobre
todo”, Fritz Lang.
Comunista mucho antes que anarquista por
motivos que él mismo refiere durante la guerra, activo militante republicano,
“ateo gracias a dios”, según feliz expresión acuñada por él mismo, cultivador
de manías pese a ser un declarado partidario de la regularidad, amante de la
soledad –“a condición de que un amigo venga a hablarme de ella de vez en
cuando”-, tampoco faltan en la evocación de este inconformista portador, “por
encima de todo”, de una “conciencia poética” -según lo veía Tarkovski-, sus
reflexiones sin pretensiones sobre los más distintos asuntos: desde esa misma
psicología que, tras convertirlo en objeto de estudio, termina por declararlo
“inanalizable”, hasta su “horror a comprender” –esa manía de “empequeñecer,
mediocrizar…”- que se combina con la “felicidad de recibir lo inesperado”, en
lo que supone su personal e intransferible
canto a la libertad que nace de la imaginación, que se nutre del
misterio y que supone la auténtica fuente creadora de la que emergen sus
películas.
Sin embargo, a lo largo de este
itinerario vital en el que se trata casi todo –sin excluir esos temas de los
que hay que cuidarse de hablar en la mesa, como la religión o a la política-,
podemos encontrarnos también con un hombre que, si bien menciona a una legión
de personajes, tanto conocidos para la mayoría como anónimos, y pese a que su
ejercicio diste de ser uno de esos exámenes de conciencia en solitario que
practicaron con anterioridad figuras tan relevantes como Rousseau o Constant, se
cuida mucho –algo que se ha ido convirtiendo en cada vez más infrecuente- de proteger
su círculo estrictamente familiar. Tal es así que, aunque no tenga empacho en discurrir
acerca de su educación sexual, de fantasear con sorna al hablar de aquellas
orgías con Chaplin que nunca tuvieron lugar, incluso de rememorar algún lance
amoroso de su primera juventud que inevitablemente terminaba en fiasco, una
natural inclinación hacia el recato –que se evidencia, por ejemplo, cuando le
afea a Louis Aragon el uso de algunas expresiones soeces- termina imponiéndose
y descubrimos efectivamente que bajo el en apariencia blasonador se oculta un
hombre tímido y hasta, para según qué cosas, chapado a la antigua que, bien
puede estar dispuesto a abrir sus sueños al mundo, pero que prefiere guardar
bajo un talar atuendo aquello que solo a él le pertenece y que, en
consecuencia, en la más estricta intimidad debe ser preservado. En este
sentido, y de un modo probablemente involuntario, Buñuel/Carrière se habrían
ceñido, al menos en este punto, a aquel deslinde efectuado por el crítico
alemán Bernd Neumann, para el que las memorias se detendrían “ante el ámbito
privado, terminando justamente allí donde comienza la autobiografía”.
De este modo, aunque al final el
provocador no escandalice tanto (y menos al enteradísimo lector del siglo XXI),
aunque nos quedemos con ganas de conocer más cosas y con mayor profundidad, se
alza con la victoria de nuevo el prodigioso contador de historias, aquel al que
le pediríamos con una copa en la mano, que contara una más. Una última. Una de
Lorca, de Dalí, Gala o Bergamín; una de Alberti, Breton, Gómez de la Serna o
Chaplin; o quizá aquella de cuando fueron a sacar a Sáenz de Heredia, el primo
de José Antonio, de la “checa”; o, por qué no, de aquella vez que los grandes
maestros de Hollywood organizaron una comida en su honor en Los Ángeles; no,
mejor, del día aquel en que, ya hecho un hombre hecho y derecho, se disfrazó de
mujer en un rodaje sin que nadie le reconociera; o de cuando…
De todo aquello, en definitiva, que nos pudiera
ayudar a mantenerlo vivo, aunque ahora solo sea en el recuerdo, sin necesidad
de que el protagonista de los hechos tenga que despedirse de un lugar por miedo
a no volverlo a ver. Allí, donde Buñuel siga contándonos su última broma, la de
hacer llamar a un cura para pedir la absolución por todos sus pecados para ver
qué cara ponen esos viejos amigos descreídos que se arremolinan en torno a su
lecho.
Desde hace treinta años ese lugar existe
y tiene forma de libro. Y respira.
José María Matás.
[Esta
reseña se publicó originalmente en ojosdepapel.com]
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