jueves, 18 de octubre de 2012

'Caída y auge de Reginald Perrin' de David Nobbs: la odisea del asesino de sí mismo (o cuando el humor es una cosa muy seria)



Caída y auge de Reginald Perrin.
David Nobbs.
Traducción de Julia Osuna Aguilar.
Impedimenta.
Rústica. 13 x 20 cm.
368 páginas.
PVP: 22,75 €.
ISBN: 978-84-15578-16-1.
1ª edición: septiembre de 2012.

“¿Existe el humor inglés?”, se preguntaba hace algunos años en uno de sus artículos Guillermo Cabrera Infante. Parece claro que para aquel que supo ser el más británico de nuestros escritores, sin que esto le impidiera, más bien al contrario, revolucionar las  letras hispanas –no en vano, a Tres tristes tigres se la ha definido con frecuencia como el Ulises latinoamericano– tal cosa o algo semejante debía de existir, aun cuando nos previniera de que no fue hasta la segunda mitad del siglo XVIII que el intraducible concepto “english humour”, gracias particularmente a autores tan generalmente desconocidos para el público en lengua española como Sydney Smith o Douglas Jerrold, adquiriera sus actuales límites.

Guillermo Cabrera Infante, en Londres.
Estos dos escritores, a quienes el autor cubano reivindicaba orgullosamente en este texto, se inscribían en una lista en la que se alineaban nombres como Pope, Swift, Sterne, Carroll y, por supuesto, Wilde y que podría ser, a poco que nos empeñáramos, mucho más extensa. Desde de que Chaucer creara la obra fundadora de la literatura inglesa, haciendo gala de esa ironía, mezcla de sátira y humor que dejará larga descendencia, pasando por el propio Shakespeare, Samuel Johnson, Fielding, Smollet, Thomas de Quincey,  Thackeray, Edward Lear, Dickens o Chesterton, hasta desembocar en nuestros días en jóvenes encarnaciones como Mark Watson, la cultura británica, lo que puede apreciarse tanto en la highbrow como en la misma tradición popular –como nos recuerdan, por ejemplo, cancioncillas como la célebre cantina infantil “Humpty Dumpty” –, ha demostrado su devoción por un humor que se desliza entre lo negro, lo  amargo, lo sarcástico, lo flemático y el non-sense, algo que si se pregunta lo que es, como San Agustín decía del Tiempo en sus Confesiones, no se puede explicar, pero que igualmente todos (bueno, menos Tom Sharpe, que afirma no reconocerlo del resto de nacionalidades) lo sentimos como algo consagrado por el uso y con perfiles, dentro de su heterogeneidad, singularmente identificables (lo que no impide, en cualquier caso, que se produzcan ciertas paradojas, como que El Quijote, que a estos efectos tampoco dejó una larga descendencia en nuestro idioma, de raíz más quevedesca, haya influido más en esta “escuela inglesa” que otros grandes clásicos de sus propias letras, incluyendo al propio coloso de Stratford).

George Orwell.
Cabrera Infante, reconocido por ser uno de nuestros humoristas más señalados, probablemente estuviese de acuerdo con George Orwell en que “Una cosa graciosa es –de un modo que no resulta realmente ofensivo o intimidante– aquella que trastorna el orden establecido”, siendo así que “cada broma es una revolución en miniatura”.  Lo que resulta más discutible es que suscribiera por completo, no ya la afirmación del autor de 1984 (esbozada en su artículo “Divertido, pero no vulgar”) de que “la gran época de la escritura humorística inglesa –ni ingeniosa ni satírica, sino simplemente humorística–tuvo lugar dentro de las primeras tres cuartas partes del siglo XIX", lo que puede resultar plausible, sino de que Inglaterra no había producido "escritura humorística de algún valor" en todo el siglo XX. Una idea, sin duda, que no compartimos muchos, incluyendo, por si no se necesitasen más testigos, al editor Jorge Herralde, quien hace algunos años seleccionaba bajo el título El mejor humor inglés, un ramillete de autores tan representativos como P.G. Wodehouse, Saki,  Evelyn Waugh, Roald Dahl, Alan Bennett, Julian Barnes, Douglas Adams, Tom Sharpe, Ian McEwan,  Martin Amis o Nick Hornby, nómina harto elocuente, máxime si tenemos en cuenta que resulta incompleta al quedar fuera figuras tan destacadas del “humour” del pasado siglo y pico como Jerome K. Jerome, Dodie Smith, EF Benson, Stella Gibbons, Nancy Mitford, o, entre otros muchos, quien aquí nos convoca: David Nobbs.

El caso de este último nos resulta especialmente singular, pues pese a la huella que dejó sobre la cultura popular del Reino Unido en el último cuarto del pasado siglo ha resultado con frecuencia marginado de las listas oficiales, de ahí que la rehabilitación que de manera concreta para los lectores en español ha emprendido Impedimenta con la publicación de Caída y auge de Reginald Perrin, cuarta novela del autor y primera entrega de la trilogía que Nobbs dedicara a este, en apariencia, gris ejecutivo de ventas, convertido en icono gracias a la célebre adaptación que entre 1976 y 1979 pudieron disfrutar los espectadores de la BBC, resulte de lo más pertinente.

La fama televisiva que alcanzó el personaje de Reginald Perrin, ese ejecutivo de mediana edad que, harto de malgastar sus días soportando una infeliz vida familiar y un trabajo ridículo en una empresa de postres, decide tirarlo todo por la borda y empezar de cero, convertido en otra persona (en varias, en realidad) tras simular su propia muerte, le permitiría a Nobbs inscribir su nombre en una imaginaria lista de  caballeros del humor en la que se encontrarían personajes tan conocidos de la cultura popular del Reino Unido como el director Joseph McGrath, los Monty Python o Stephen Fry . Sí, la comicidad que desprende es tan inglesa como la que rezuman ciertos guiños insertos en las películas de Hitchcock, como las multitudinarias ruedas de prensa de The Beatles, como los gags de Mr. Bean o los monólogos de Ricky Gervais.  Todos, en fin, ejemplos universalmente conocidos y celebrados de lo 100% british. Pero, Nobbs, además de ser un tipo con un sentido del humor muy insular y pronunciado, es un escritor, y uno muy bueno.

El escritor David Nobbs.
Si en la obra que nos ocupa quien debutó en 1965 con The Itinerant Lodger, una novela "presuntamente graciosa" como la calificó, con humor inglés y muy mala leche, algún crítico se limitara a describir con mayor o menor tino esa panoplia de personajes con frecuencia excéntricos y risibles (el jefe soberbio y estúpido, el no menos estúpido actor fracasado que es su hijo, la extraña pareja ‘progre’ que forman su excéntrico yerno y su inestable hija, a quien corteja el gorrón incestuoso de su cuñado, la suegra hipopótamo, la secretaria paciente y complaciente, el afeminado pretendiente de su esposa…) moviendo los hilos con pericia en diferentes situaciones, casi siempre disparatadas y grotescas, la historia  que Reginald Iolanthe Perrin (R.I.P.) protagoniza no sería más que un divertimento, uno muy gracioso, es cierto.  Pero, el autor, no se propone simplemente provocar la carcajada (aunque de vez en cuando lo consigue), sino que intencionadamente, estamos convencidos, pretende ir un paso más allá. O tal vez dos. En el artículo arriba citado, Orwell definía el humor como “la dignidad sentada en una puntilla”, y Nobbs parece haber aprendido la lección soltando una andanada de puntapiés hasta provocar la caída estruendosa de la silla. ¿Y qué hay sentado encima? Pues ni más ni menos que un modelo de vida de clase media, que es el de la Inglaterra prethatcheriana, que hace aguas. En apariencia no es más que una filtración. Son esos trenes que llegan todos los días tarde en medio de las falsas excusas de los administradores, es la educación multiculturalista que reciben los nietos, son las mismas noticias de siempre que vomitan los acríticos medios de comunicación, es la proliferación de artículos innecesarios, superfluos y ridículos que una empresa de alimentación debe sacar al mercado para insatisfacer a unos clientes insaciables, es la hipócrita moral tradicional, y la no menos farisea neomoral. Es la ansiedad, en última instancia, la angustia que atenaza al protagonista ante la falta de perspectivas, un malestar innominado, el ser una frustración con patas, el tener las necesidades básicas resueltas, una esposa devota, una vida normal y sentirse profundamente vacío, lo que hace que la grieta deje penetrar en el ánimo de Reginald Perrin un torrente de malestar que ya no podrá detener sin verse impelido a tomar una decisión drástica. ¿Y puede haber algo más dramático, desprendido de cualquier sentido místico, que morir sin morir?

Leonard Rossiter en la piel de Reginald Perrin.
Se ha dicho con cierta frecuencia que Perrin es un hombre gris, un “mediocre”. Pero un hombre gris nunca tendría esta capacidad de resolución. Y así, nos preguntamos si no es el saberse mejor lo que convierte a Perrin en desdichado. Si no será descubrir que pese a ser más inteligente que los mandamases de la compañía de ferrocarriles, que su esposa, que su jefe, que sus hijos, que su yerno, que su secretaria, si no es todo esto sumado al hecho de ser  incapaz de romper con ese círculo vicioso que es su vida, lo que le va lentamente horadando. De ser cierto lo anterior, creeríamos ver materializarse en el personaje aquella teoría del humor descrita por Thomas Hobbes –y con la que Voltaire estaba en completo desacuerdo– sobre la “gloria súbita”, según la cual la risa es el resultado directo de la percepción de que la otra persona es inferior a uno mismo.

G.K. Chesterton
El problema, sin embargo, es que Perrin no se ríe. En el fondo, se sabe un pobre hombre pese a esa superioridad que le permite burlar a los bancos, a la policía y hasta a sus seres más queridos, presentándose ante ellos con mil disfraces sin ser nunca reconocido. O eso, al menos, cree él. Su superioridad no le sirve de nada. No es un aristócrata del espíritu, pues carece de proyecto y tanto es así que su nueva vida se limita básicamente a espiar lo que fue de la anterior, la única, pese a sus esfuerzos por forjarse una nueva identidad, verdadera y sustancial.  

Y aquí reside parte de la grandeza de la obra, como de la mayor parte de la literatura inglesa humorística, en que el autor parece pensar con Chesterton que “divertido” no es lo contrario de “serio” sino de “aburrido”. Por eso, incluso cuando el protagonista se muestra solemne o dramático, como al reflexionar sobre el conflicto intergeneracional o la amargura de envejecer, lo hace hablándole a su gato Ponsoby, a quien le confiesa: “Un día moriré, solo. Pagaré por adelantado mi funeral y de regalo me darán un sudario ecológico y veintiséis muñequitos de famosos muertos”. O  como en la hilarante conferencia (“A la postre, ¿tenemos los postres que nos merecemos?”), que pronuncia en representación de su empresa, en el congreso de de la Asociación Británica de la Fruta y que supone su muerte civil como Reginald I. Perrin, donde las burlas se entremezclan con las veras, lo que no evita que el lector, con la guardia bajada, termine recibiendo el golpe en todo el hígado: “¿Acaso el sol brillaría con menos intensidad –dice el ebrio ejecutivo en ese momento cumbre de la primera parte de la historia– si la vida no tuviese sentido? ¿Acaso los ruiseñores cantarían con menos dulzura? ¿Nos querríamos con menos pasión? El ser humano es el único animal lo suficientemente neurótico para creer que la vida ha de tener un sentido”.

Pero, entonces, ¿por qué no acabar con todo? ¿Pensará Perrin, como Jacques Rigaut que “La vida no merece la pena que nos tomemos el trabajo de abandonarla?”. No, exactamente. De albergar la certeza de que tanto importa vivir como morir, seguramente hubiese decidido poner punto y final como, dicho sea de paso, hizo este escritor (francés) llevando su humor negro demasiado lejos al dispararse una bala en el corazón cuando apenas tenía treinta años. No, el personaje, por el contrario, no “entra en depresión”, no se resiste a ser invadido por la anomia. En un mundo en el que “estamos tan fastidiados que no podemos aceptar nada sin dar algo a cambio”, se niega a ser “sólo el fruto de deslices freudianos, experiencias traumáticas, mala educación y vacío capitalista”. Siente y padece ira, frustración e impotencia. Y estalla. “¡Les voy a enseñar lo que es bueno a esos cabrones!”  -le dice en un arranque de hybris  al felino. Y desaparece de un modo que cuarenta años después resultaría no ya solo inverosímil sino sencillamente imposible. Retrospectivamente, Reginald Perrin es el último hombre occidental capaz de desaparecer sin dejar rastro.

En todo caso, aunque mordaz y cruel por momentos, la mirada benevolente que subyace a la causticidad del autor se impondrá en el último tramo, cubriendo al protagonista con una especie de manto hecho de tregua, por lo que no puede decirse que las corrientes profundas que mueven a los personajes alteren su curso y no sigamos hallando al final del viaje otra parada que no sea el más absoluto sinsentido. Y así, la vida de aquel Reginald Iolante Perrin que “No conocía los nombres de las flores y de los árboles, pero conocía el índice de ventas de crumbles de ruibarbo en Scheswig-Holstein”, como imaginaba amargamente que rezaría su epitafio, da un inesperado giro. Y una ráfaga de esa “extraña inocencia del atardecer de la vida” de la que hablaba el propio Chesterton para referirse a ese Quijote dickensiano que es Los papeles póstumos del Club Pickwick y que algunos quieren ver como una emanación de arrellanado sentimentalismo, se deja sentir también aquí.

2 comentarios:

  1. Enhorabuena por el premio de Libros y Literatura. Has hecho una crítica muy profunda con muchas referencias. ¡Muy interesante!
    Ahora, tu abuelita ya no pasará más frío en invierno ;)

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  2. ¡Muchas gracias, Literatura Inversa!
    Acabamos de conocer la noticia y mi abuelita y yo estamos muy pero que muy contentos. Le he empezado a contar cuáles eran los libros que conforman el lote pero la pobre mujer, mientras le hacía la relación, sólo miraba con ojos febriles hacia la chimenea. En qué estará pensando.
    Gracias de nuevo por la felicitación. Sinceramente, no me lo esperaba y supone todo un estímulo.
    Hasta pronto.

    E.L.

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