Bob Fingerman.
Traducción de Olga Usoz Chaparro.
La Factoría de Ideas.
Formato: Rústica con solapas. 23 x 15 cm.
320 páginas.
PVP: 20,95 €
Fecha de publicación: septiembre de 2012.
Todavía me pregunto en qué estaba yo
pensando cuando le pedí a La Factoría de ideas este libro. Sí, no me lo
ofrecieron. Me mandaron, naturalmente, la nota de prensa y ésta venía
acompañada del ritual “Si desea recibir, etc.”, pero nada más. Fui yo el que
solicité, qué digo solicité, no saben hasta qué punto puedo resultar tenazmente
superfluo, insistí en que me enviaran un libro ambientado en un apocalipsis
zombi.
De acuerdo en que era a finales de agosto
o inicios de septiembre, en que el calor era insoportable, en que el ventilador
solo lanzaba vaharadas de fuego, pero ¿puede resultar esto una justificación?
¿Desde cuándo no le metía mano a una novela… así? ¡Si ni siquiera soy seguidor
de The Walkind Dead! Bien, hubo una época en que Stephen King no me desagradaba
en absoluto –es más, libros como Misery, It o Cementerio de animales me resultaron
subyugantes–, en que por mis manos pasaron obras de Clive Barker o Anne Rice.
Cierto es que, ni siquiera de adolescente, fui un devoto de este tipo de
literatura y que cuando ya en mis primeros años de universitario, me llegaba la
revista del Círculo de lectores, pasaba rápido por encima de esta sección,
siempre muy extensa, para llegar cuanto antes a las páginas dedicadas al
ensayo. Pero, suponiendo que alguna vez le hubiera prestado atención a esta
novela de género, ¿cuánto tiempo hacía de eso? ¿Eh, Miguel? (Miguel era por
entonces como mi camello del terror). Mejor, no pensarlo.
Así que, cuando recibí el paquete de la
editorial y lo abrí, no pude evitar sentirme un poco contrariado. Ya no había
vuelta atrás. Podía meter algún título que otro entre medias pero tarde o
temprano, había que afrontar el hecho. Y el hecho se llamaba Paria Z y tenía 320 páginas. “Una plaga
mundial prácticamente ha acabado con el género humano, y los ciudadanos de
Nueva York no son una excepción. Ocho millones de zombis, hombro con hombro,
recorren las calles, ávidos de carne humana” –leí una vez más en la
contraportada–. Parecía evidente que por muchas vueltas que le diera el
argumento no iba a variar, que el autor y dibujante de cómic Bob Fingerman,
cuyo anterior trabajo como novelista, Bottomfeeder, recreaba la historia de
un vampiro de clase trabajadora criado en Queens, no se iba a convertir de
pronto en un discípulo aventajado de Thomas Bernhard.
Sin embargo, un detalle de los
agradecimientos hizo que mi predisposición se viese alterada en sentido
positivo (o igual, pienso ahora, necesitaba encontrar un estímulo para que se
allanase un poco lo que se me antojaba como una montaña). En esta página, el
autor le rinde homenaje a George A. Romero “por acuñar al zombie moderno”.
Según Fingerman, lo único que han hecho sus herederos es jugar con los juguetes
creados por el director de La noche de los muertos vivientes. Esto me satisfizo,
primero porque, sin encontrarse entre mis predilectas, tal vez ni siquiera entre las 200 primeras, siempre me ha gustado
esta película; y segundo, porque en estos tiempos de presuntuosos y de
originales no está de más reconocer las deudas cuando éstas se contraen, y
decirlo es una elegante y rara forma de pagarlas.
Bob Fingerman. |
Reconozco que será una estupidez, pero
que la cita de la página siguiente, la que precede al comienzo del primer
capítulo (“El hombre necesita sufrir. Cuando no tiene pesares reales los crea.
Los pesares lo purifican y lo preparan”), fuese de José Martí, mejoró aún más
mi ánimo. Tal vez Fingerman, no hubiese leído al escritor cubano jamás y la hubiera extraído de una colección de citas célebres de internet, o incluso fuese una trampa para snobs (o para los lectores actuales del escritor de Ismaelillo, que son, como se sabe, legión) en la que había picado sin dudar, pero el caso es que al leerla pensé que igual no era para tanto. Cuando unos minutos más tarde
me había adentrado en la historia que protagonizan estos residentes de un
edificio del Upper East Side neoyorquino que tratan de mantenerse con vida mientras
en la calle miles de zombis los acosan, advirtiéndoles de cuál puede ser su más
que probable destino, mis temores se habían disipado por completo.
Y fue así, de manera fundamental porque, como
en la película de Romero, aquellos seres renacidos informes, pringosos y
sanguinolentos que vagan sonámbulamente extendiendo su naturaleza maldita a
cada paso, son en el fondo lo de menos. Las causas de su aparición no nos
interesan. Podemos especular acerca de si su origen se halla en un extraño
virus, en si la infección es de origen extraterrestre o forman parte de un
siniestro plan divino. Da igual. Al lector solo le atañen las relaciones que se
establecenentre unos inquilinos abandonados a su
suerte, extenuados, sin esperanza que van desapareciendo, pasando
progresivamente a integrar las huestes del enemigo.
La historia, que recrea un presente
concentracionario y que solo de vez en cuando salta a un pasado próximo,
situado algunos meses atrás, cuando la devastación aún no había hecho sino
empezar, nos instala en ese ámbito putrefacto de un edificio que como un barco
a la deriva trata de anclarse en lo meramente humano. Y al decir humano, ya
sabemos a qué nos referimos. Hablamos del miedo, de la avaricia, de la lujuria,
de los celos, de las pequeñas y grandes miserias que cáustica y microscópicamente
Fingerman nos va mostrando encarnados en el pequeño grupo de protagonistas que,
como una radiografía de la sociedad neoyorquina de nuestro tiempo, dibuja el
autor.
Así, la acción se trufa de referencias a
una religión incapaz de proporcionar respuestas y, por lo tanto, aún si cabe
más alucinada y absurda; al deseo carnal, del más bruto y básico, al que linda
con la ternura, que sigue, incluso en tal escenario desolado, constituyendo una
poderosa fuerza; a la violencia, la de los puños y la emocional, que se cierne
a cada instante sobre los integrantes del edificio; al arte y la belleza, que
incluso en condiciones de extrema necesidad y abandono es capaz de brotar, ya
sea en un lienzo, ya en forma de baile comunal bajo la lluvia.
Dibujo de Zotz, alias de uno de los protagonistas de Paria Z. |
Como ha escrito, refiriéndose a este
libro, el influyente Robert Kirkman, autor de The Walking Dead, Paria Z es una prueba de la
versatilidad de la ficción acerca de los zombis. Seguramente la aparición de un fascinante personaje que
marca la transición entre las dos partes que conforman la obra, tiene mucho que
ver en esta lisonjera apreciación. Se trata de la adolescente solitaria que
camina con su inseparable ipod como si tal cosa entre los muertos vivientes, sin
protección de ninguna clase, y que se convertirá en la nueva vecina. Con este
personaje enigmático no sólo la comida volverá a alimentar los desnutridos
cuerpos de los protagonistas, sino que la esperanza dejará de ser una
ensoñación sin sentido.
Probablemente, tarde algún tiempo en
volver a leer una novela… así, pero al igual que tengo la certeza de que no conseguiría
engancharme a la célebre serie que hoy millones de espectadores siguen ávidamente en todo
el mundo, tampoco albergo dudas acerca
de que podría repetir perfectamente la experiencia literaria. Así que, come on, Fingerman, ¿para cuándo una de alienígenas?
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