La frontera.
Franco Vegliani.
Traducción de Miquel
Izquierdo.
Minúscula. Paisajes narrados, 51.
234 páginas.
Formato: Rústica con solapas. 12
x 16,5 cm.
PVP: 17 €.
Una “novela repleta de melancolía y
sobria poesía”. Así definió Claudio Magris la obra del muy desconocido escritor
y periodista Franco Vegliani (Trieste 1915 – Malcesine, 1982) que en esta
última semana del mes de noviembre publicará minúscula.
Las razones de la indiferencia que hasta
hace relativamente muy poco tiempo rodeó a un escritor que en 1941 publicó su
primera novela darían para un ensayo. Aunque, por otra parte, no es nada nuevo.
Ya recuerda el propio Magris que “A algunos libros y algunos escritores les
cuesta, quién sabe por qué, entrar en el patrimonio generalmente reconocido de
la literatura, circular entre los lectores como su estatura merecería”. El caso
es que sus obras no se reeditaron hasta los últimos años ochenta, de la mano de
la editorial Sellerio de Palermo y es precisamente a partir de ese momento que
el trabajo de este licenciado en leyes que, tras participar en la Campaña de
África durante la Segunda Guerra Mundial
–cayendo prisionero en Egipto; allí, en el campo 306, a orillas de los
Lagos Amargos, empezaría a redactar la novela Processo a Volosca–, se dedicaría
en Milán al periodismo, comienza a ser realmente descubierto.
En La
Frontera, Vegliani nos sitúa en una isla dálmata en el verano de 1941. Allí
un oficial italiano que está de permiso por convalecencia entabla amistad con
Simeone, un anciano con el que pasa las horas pescando. Este le cuenta el caso
de Emidio Orlich, un alférez del ejército austríaco, muerto en el frente
durante la Primera Guerra Mundial en circunstancias en las que se mezclan
coraje, sacrificio y traición. El hombre suscita la fascinación del oficial por
la suerte de Emidio e instaura, poco a poco, un juego de identificación entre
los destinos de ambos soldados. Las vicisitudes de dos jóvenes de generaciones
distintas, envueltos en guerras también diferentes, convergen en el sugestivo aunque
herido paisaje adriático a través de un “relato nítido, rigurosamente
controlado y conducido”, según escribiera Patrick Kéchichian en Le Monde, en el que se impone “una
palabra que no hay que prodigar: revelación.”
La obra, señala Magris, “es un relato
lleno de poesía, de melancolía y de profundidad moral; una experiencia –más
aún, dos experiencias, que se miran una a otra– de identidad resquebrajada y de
descubrimiento de la dificultad de reconocerse en una patria, en una realidad
precisa”.
La
Frontera es una obra de
1964. Dieciocho años más tarde Vegliani moriría con la angustia de no haber
podido llegar a ser descubierto por sus contemporáneos y con la más que
razonable sospecha de que nunca llegaría a serlo. Como otros tantos, se
equivocaba. Como para otros tantos ya no habrá consolación posible. Hoy leemos las elogiosas críticas
retrospectivas con olor a panteón, observamos cómo (a finales de los 90) su obra maestra (mientras alguien no se encargue de “revelarnos“ que es otra) es llevada al cine y al teatro, y nos alegramos de que nos presenten a un
clásico con la frescura de lo nuevo, del tesoro encontrado. Y agradecemos a editoriales
como Minúscula la labor de recuperación, sabedores del riesgo que asumen al publicar a uno de esos escritores que de un modo plausible pronto integrarán la categoría de “culto“. Pero igualmente nos preguntamos cómo
es posible que hoy todo el mundo se ponga de acuerdo para admirar a un hombre
cuya literatura fue invisible para sus contemporáneos durante décadas y si no habría que buscar responsables en el pasado cada vez que esto pasa. Aunque, por mucho que pudiéramos dar nombres y apellidos, tampoco a Vegliani le serviría ya de nada.
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