miércoles, 28 de noviembre de 2012

Minúscula nos descubre a Franco Vegliani, autor triestino reivindicado por Claudio Magris, con la publicación de 'La frontera', un sobrio y poético ejercicio sobre la identidad



La frontera.
Franco Vegliani.
Traducción de Miquel Izquierdo.
Minúscula. Paisajes narrados, 51.
234 páginas.
Formato:  Rústica con solapas. 12 x 16,5 cm.
PVP:  17 €.

Una “novela repleta de melancolía y sobria poesía”. Así definió Claudio Magris la obra del muy desconocido escritor y periodista Franco Vegliani (Trieste 1915 – Malcesine, 1982) que en esta última semana del mes de noviembre publicará minúscula.

Las razones de la indiferencia que hasta hace relativamente muy poco tiempo rodeó a un escritor que en 1941 publicó su primera novela darían para un ensayo. Aunque, por otra parte, no es nada nuevo. Ya recuerda el propio Magris que “A algunos libros y algunos escritores les cuesta, quién sabe por qué, entrar en el patrimonio generalmente reconocido de la literatura, circular entre los lectores como su estatura merecería”. El caso es que sus obras no se reeditaron hasta los últimos años ochenta, de la mano de la editorial Sellerio de Palermo y es precisamente a partir de ese momento que el trabajo de este licenciado en leyes que, tras participar en la Campaña de África durante la Segunda Guerra Mundial  –cayendo prisionero en Egipto; allí, en el campo 306, a orillas de los Lagos Amargos, empezaría a redactar la novela Processo a Volosca–, se dedicaría en Milán al periodismo, comienza a ser realmente descubierto.

En La Frontera, Vegliani nos sitúa en una isla dálmata en el verano de 1941. Allí un oficial italiano que está de permiso por convalecencia entabla amistad con Simeone, un anciano con el que pasa las horas pescando. Este le cuenta el caso de Emidio Orlich, un alférez del ejército austríaco, muerto en el frente durante la Primera Guerra Mundial en circunstancias en las que se mezclan coraje, sacrificio y traición. El hombre suscita la fascinación del oficial por la suerte de Emidio e instaura, poco a poco, un juego de identificación entre los destinos de ambos soldados. Las vicisitudes de dos jóvenes de generaciones distintas, envueltos en guerras también diferentes, convergen en el sugestivo aunque herido paisaje adriático a través de un “relato nítido, rigurosamente controlado y conducido”, según escribiera Patrick Kéchichian en Le Monde, en el que se impone “una palabra que no hay que prodigar: revelación.”

La obra, señala Magris, “es un relato lleno de poesía, de melancolía y de profundidad moral; una experiencia –más aún, dos experiencias, que se miran una a otra– de identidad resquebrajada y de descubrimiento de la dificultad de reconocerse en una patria, en una realidad precisa”.

La Frontera es una obra de 1964. Dieciocho años más tarde Vegliani moriría con la angustia de no haber podido llegar a ser descubierto por sus contemporáneos y con la más que razonable sospecha de que nunca llegaría a serlo. Como otros tantos, se equivocaba. Como para otros tantos ya no habrá consolación posible.  Hoy leemos las elogiosas críticas retrospectivas con olor a panteón, observamos cómo (a finales de los 90) su obra maestra (mientras alguien no se encargue de revelarnos que es otra) es llevada al cine y al teatro, y nos alegramos de que nos presenten a un clásico con la frescura de lo nuevo, del tesoro encontrado. Y agradecemos a editoriales como Minúscula la labor de recuperación, sabedores del riesgo que asumen al publicar a uno de esos escritores que de un modo plausible pronto integrarán la categoría de culto. Pero igualmente nos preguntamos cómo es posible que hoy todo el mundo se ponga de acuerdo para admirar a un hombre cuya literatura fue invisible para sus contemporáneos durante décadas y si no habría que buscar responsables en el pasado cada vez que esto pasa. Aunque, por mucho que pudiéramos dar nombres y apellidos, tampoco a Vegliani le serviría ya de nada.

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