lunes, 5 de noviembre de 2012

'En mi madre y la música' Marina Tsvietáieva traza una fascinante evocación de la infancia a través de la presencia de la madre y la turbadora figura del piano



Mi madre y la música.
Marina Tsvietáieva.
Traducción del ruso de Selma Ancira.
Acantilado. Col. Cuadernos, nº 53.
Formato: Rústica cosida. 11,5 x 18 cm
64 páginas.
PVP: 11.00€.
Fecha de publicación: septiembre de 2012.

“Como a vinos excelsos, a mis versos,/ también les llegará su hora”, escribió cuando apenas rebasaba los veinte años una Marina Tsvietáieva que, con toda probabilidad, incluso mientras derramaba versos tan optimistas como los anteriores, jamás hubiera podido imaginar la fortuna que su obra iba a adquirir un siglo más tarde de manera general y singularmente en un país como España. Si nunca está de más recordar que muchos de los textos con los que ahora nos regocijamos llegaron hasta nosotros gracias a labor de su hija Ariadna ­–aquella Alia que se propuso desmentir radicalmente esos versos que le dedicó su madre: “Algún día, criatura encantadora,/ para ti seré sólo un recuerdo,/ perdido allá, en tus ojos azules,/ en la lejanía de tu memoria”–, que se  encargó de recuperarlos después de que la poeta se quitara la vida en Yelabuga en agosto de 1941, no es menos necesario abundar en el papel crucial que a efectos de su difusión en el ámbito hispano ha desarrollado su traductora Selma Ancira quien, desde que a principios de los años ochenta descubriera la talla de la autora de El Diablo, no ha cejado en su empeño de trasladar a nuestra lengua la portentosa producción de la escritora rusa, una empresa que prácticamente ha culminado con éxito después de tres décadas de amorosa y prolífica dedicación.

De toda su ya hoy indiscutible obra destaca, naturalmente, su poesía, género gracias al cual comparte con sus admirados Mandelstam, Blok, Pasternak  o su también querida “musa del llanto” Ajmátova, el honor de portar la antorcha de lo mejor de la lírica rusa del pasado siglo. Lo que es decir muchísimo. Pero, con el tiempo han ido revalorizándose sin cesar tanto sus relatos como el resto de su producción en prosa, incluyendo sus diarios, así como sus ensayos y correspondencia, apartado este último del que no puede dejar de mencionarse el recientemente reeditado Cartas del verano de 1926, que recoge las misivas que cruzan Rainer Maria Rilke, Boris Pasternak y la propia Tsvietáieva. En cada uno de los géneros que cultivó esta mujer enérgica a la que la vida golpeó inmisericordemente, brilla con luz propia esa “extraña musicalidad”, que han ponderado lectores como el propio Enrique Vila-Matas y que le han valido a nuestra autora la inevitable comparación con otro coloso de su época, Stravinski. Si este rasgo es palpable a lo largo de toda su obra, no lo podía ser menos en un relato que lleva precisamente por título Mi madre y la música, y en el que la poeta evoca su agónica relación infantil con este arte después de que su progenitora, una ardiente apasionada del piano, tratara de conducirla sin demasiado éxito hacia el cultivo de un instrumento que, fascinante taxonomía, para Tsvietáieva en realidad serán cuatro: aquel delante del que estás sentado, aquel delante del que otros se sientan, aquel debajo del que estás sentado y, por último, aquel encima del que estás, el mismo que se empaña, al que puedes besar o que puede llegar a ser tu primer espejo y bajo el que se esconden sus inquietas entrañas de cuerdas.

Así, desde que al comienzo mismo del relato Marina avisa al lector acerca de las intenciones de su madre –quien nada más descubrir que no sería un varón dijo: “Por lo menos será músico” – todo la obra, escrita con ese estilo tan personal, pulverizando las palabras, como ha descrito gráficamente su traductora, que trata de remedar la entonación de una expresión originaria –y que al lector no iniciado puede llegar a desorientar por lo que supone de ruptura de la sintaxis habitual–, nos traza el tortuoso camino de aprendizaje al que se ve sometida quien desde muy pronto también adivinó, mientras jugaba debajo de aquel objeto “sagrado”, tal vez en compañía del hijo de Pushkin, huyendo de la férrea disciplina de la más implacable maestra– que su destino estaba relacionado con otra clase de música, que de aquella vena abierta que le había dado a beber su madre, terminaría saliendo un caudal incontenible, en este caso de Lírica, que ya nada podría calmar ni colmar.

Pese al martirio, en sus propias palabras,  al que se vio sometida –las cuatro horas diarias de lección, las incomprensibles partituras, el metrónomo, cuyo sonido ya no le abandonará “¡como si ese sonido viniera a buscar mi alma!–, no asoma ni el rencor ni el  resentimiento en la rememoración de Tsvietáieva. El excesivo celo de su madre –que cuando la observaba abandonar con júbilo de un salto el taburete del piano le llegaba a echar en cara amargamente que no amase la música– pudo impedir tal vez que se desarrollara en aquella niña de apenas cuatro o cinco años un verdadero entusiasmo musical, pero no evitó que quien había nacido con el alma lista para la lírica pura nos regalase algunos de los más inolvidables versos del siglo.

La muerte de su madre sumiría a la joven en un silencio musical total, frustrando toda posibilidad de llegar a convertirse en una pianista aceptable. Aquella que fue capaz de despedirse de este mundo confesando “Sólo lo lamento por la música y el sol” bien podría haber conducido a su hija a concluir sus estudios en el Conservatorio pero, como la propia Marina se encarga de afirmar, ni siquiera la más severa guía habría podido apartarla de aquello para lo que estaba predestinada. Porque “Hay fuerzas que aun en una niña así, no es capaz de dominar aun una madre así”.

José María Matás.
[Artículo aparecido en el número de octubre de literaturas.com]

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