Mi madre y la música.
Marina Tsvietáieva.
Traducción del ruso de Selma Ancira.
Acantilado. Col. Cuadernos, nº 53.
Formato: Rústica cosida. 11,5 x 18 cm
64 páginas.
PVP: 11.00€.
Fecha de publicación: septiembre de 2012.
“Como a vinos excelsos, a mis versos,/
también les llegará su hora”, escribió cuando apenas rebasaba los veinte años
una Marina Tsvietáieva que, con toda probabilidad, incluso mientras derramaba versos
tan optimistas como los anteriores, jamás hubiera podido imaginar la fortuna
que su obra iba a adquirir un siglo más tarde de manera general y singularmente
en un país como España. Si nunca está de más recordar que muchos de los textos
con los que ahora nos regocijamos llegaron hasta nosotros gracias a labor de su
hija Ariadna –aquella Alia que se propuso desmentir radicalmente esos versos
que le dedicó su madre: “Algún día, criatura encantadora,/ para ti seré sólo un
recuerdo,/ perdido allá, en tus ojos azules,/ en la lejanía de tu memoria”–,
que se encargó de recuperarlos después
de que la poeta se quitara la vida en Yelabuga en agosto de 1941, no es menos
necesario abundar en el papel crucial que a efectos de su difusión en el ámbito
hispano ha desarrollado su traductora Selma Ancira quien, desde que a principios
de los años ochenta descubriera la talla de la autora de El Diablo, no ha
cejado en su empeño de trasladar a nuestra lengua la portentosa producción de
la escritora rusa, una empresa que prácticamente ha culminado con éxito después
de tres décadas de amorosa y prolífica dedicación.
De toda su ya hoy indiscutible obra
destaca, naturalmente, su poesía, género gracias al cual comparte con sus
admirados Mandelstam, Blok, Pasternak o su
también querida “musa del llanto” Ajmátova, el honor de portar la antorcha de
lo mejor de la lírica rusa del pasado siglo. Lo que es decir muchísimo. Pero,
con el tiempo han ido revalorizándose sin cesar tanto sus relatos como el resto
de su producción en prosa, incluyendo sus diarios, así como sus ensayos y
correspondencia, apartado este último del que no puede dejar de mencionarse el
recientemente reeditado Cartas del verano de 1926, que recoge las misivas que
cruzan Rainer Maria Rilke, Boris Pasternak y la propia Tsvietáieva. En cada uno
de los géneros que cultivó esta mujer enérgica a la que la vida golpeó
inmisericordemente, brilla con luz propia esa “extraña musicalidad”, que han
ponderado lectores como el propio Enrique Vila-Matas y que le han valido a
nuestra autora la inevitable comparación con otro coloso de su época,
Stravinski. Si este rasgo es palpable a lo largo de toda su obra, no lo podía
ser menos en un relato que lleva precisamente por título Mi madre y la música,
y en el que la poeta evoca su agónica relación infantil con este arte después de
que su progenitora, una ardiente apasionada del piano, tratara de conducirla
sin demasiado éxito hacia el cultivo de un instrumento que, fascinante
taxonomía, para Tsvietáieva en realidad serán cuatro: aquel delante del que
estás sentado, aquel delante del que otros se sientan, aquel debajo del que
estás sentado y, por último, aquel encima del que estás, el mismo que se empaña,
al que puedes besar o que puede llegar a ser tu primer espejo y bajo el que se
esconden sus inquietas entrañas de cuerdas.
Así, desde que al comienzo mismo del
relato Marina avisa al lector acerca de las intenciones de su madre –quien nada
más descubrir que no sería un varón dijo: “Por lo menos será músico” – todo la
obra, escrita con ese estilo tan personal, pulverizando las palabras, como ha
descrito gráficamente su traductora, que trata de remedar la entonación de una expresión
originaria –y que al lector no iniciado puede llegar a desorientar por lo que supone
de ruptura de la sintaxis habitual–, nos traza el tortuoso camino de
aprendizaje al que se ve sometida quien desde muy pronto también adivinó,
mientras jugaba debajo de aquel objeto “sagrado”, tal vez en compañía del hijo
de Pushkin, huyendo de la férrea disciplina de la más implacable maestra– que
su destino estaba relacionado con otra clase de música, que de aquella vena
abierta que le había dado a beber su madre, terminaría saliendo un caudal
incontenible, en este caso de Lírica, que ya nada podría calmar ni colmar.
Pese al martirio, en sus propias
palabras, al que se vio sometida –las
cuatro horas diarias de lección, las incomprensibles partituras, el metrónomo,
cuyo sonido ya no le abandonará “¡como si ese sonido viniera a buscar mi alma!–,
no asoma ni el rencor ni el
resentimiento en la rememoración de Tsvietáieva. El excesivo celo de su
madre –que cuando la observaba abandonar con júbilo de un salto el taburete del
piano le llegaba a echar en cara amargamente que no amase la música– pudo
impedir tal vez que se desarrollara en aquella niña de apenas cuatro o cinco
años un verdadero entusiasmo musical, pero no evitó que quien había nacido con
el alma lista para la lírica pura nos regalase algunos de los más inolvidables
versos del siglo.
La muerte de su madre sumiría a la joven
en un silencio musical total, frustrando toda posibilidad de llegar a
convertirse en una pianista aceptable. Aquella que fue capaz de despedirse de
este mundo confesando “Sólo lo lamento por la música y el sol” bien podría
haber conducido a su hija a concluir sus estudios en el Conservatorio pero,
como la propia Marina se encarga de afirmar, ni siquiera la más severa guía habría
podido apartarla de aquello para lo que estaba predestinada. Porque “Hay
fuerzas que aun en una niña así, no es capaz de dominar aun una madre así”.
José María Matás.
[Artículo aparecido en el número de octubre
de literaturas.com]
No hay comentarios:
Publicar un comentario