El sombrero del cura.
Emilio de Marchi.
Traduccción de Rubén López Conde.
Ginger Ape Books&Films, Col. Thompson&Thompson.
Ginger Ape Books&Films, Col. Thompson&Thompson.
Formato: Rústica fresada sin solapas.
206 páginas.
13,50 €.
¿Puede una persona “normal” cometer un
asesinato a sangre fría sin que su conciencia se rebele? La turbadora pregunta
ha atravesado los siglos obteniendo respuestas muy diversas, dependiendo de la
mentalidad imperante, del contexto cultural y, naturalmente, de la opción por
la que, dentro de los márgenes que le conceda su época, se decante el autor.
Así, si en el Orestes de Eurípides, pese a que el héroe no puede dejar de
lamentarse ante el insoportable acoso de las Erinias –esas fieras “doncellas
semejantes a la noche”, que le sitúan al borde de la locura en pago por el
asesinato de su madre–, la imposibilidad de comportarse de otro modo, porque
“somos esclavos de los dioses”, contrasta, por ejemplo, con la mentalidad
moderna desplegada por Dostoievski en Crimen y Castigo, donde lo reprobable de
un acto descansa precisamente en la posibilidad que tuvo el protagonista, en
este caso, Raskolnikov, de comportarse de otra forma haciendo uso de su libre
albedrío.
Que los estragos que sobre la conciencia
de un hombre puede arrostrar un crimen alcanzan a veces proporciones
insoportables para aquel que decide aceptar el desafío –por mucho que
profesemos que el orden cósmico no se va a ver alterado para volverse tarde o
temprano sobre el transgresor–, parece un hecho literariamente contrastado.
Pero, ¿qué ocurriría si el asesino fuese un aristócrata en apuros y la víctima
un siniestro clérigo consagrado a la usura y la especulación al que nadie va a
echar de menos? ¿Y si con la eliminación de ese elemento de un plumazo se
solucionasen todos esos problemas que comprometen nuestra posición? ¿Puede
hacerse sin temor a las consecuencias aunque se tenga la certeza de que nunca
la justicia nos va a alcanzar? ¿Aunque hayamos asimilado una doctrina
filosófica a nuestra media que justifique cualquier acto si supone un obstáculo
dentro de la lógica y natural “lucha por la vida”? ¿Existe un crimen de tamaña
perfección, capaz de no dejar huellas ni sobre la materia, ni en nuestra
conciencia?
En el marco de una Nápoles popular y
menesterosa, en la que las capas más desfavorecidas confían sus escasas posibilidades
de abandonar su estado de miseria jugando a la lotería, y en la que la prensa
sensacionalista se encarga de soliviantar los ánimos de sus lectores a base de
“chismes impresos”, Emilio
de Marchi (Milán 1851–Milán 1901) nos invita a seguir un alucinado viaje
por los intrincados caminos del crimen, la persecución y la culpa, de la mano
del noble en apuros Carlo Coriolano, barón de Santafusca.
Obra precursora de un género de prolífica
y larga descendencia conocido como ‘giallo’, El sombrero del cura –publicada
por entregas en 1887 y en volumen único en 1888, conociendo un extraordinario éxito
de ventas en su época, y que ahora vuelve a editarse en España más de un siglo
después– incorpora con suma habilidad las lecciones aprendidas de algunos de
los grandes maestros de su siglo, particularmente de Poe,
Maupassant,
Dostoievski
o Manzoni,
al tiempo que filtra parte del clima espiritual de una época que libraba su
particular duelo entre la idea de Progreso y la de Decadencia mientras que el
darwinismo científico y social se convertía en una especie de nueva religión
laica. El autor lombardo, que cultivó también el periodismo, la crítica
literaria, el ensayo, la poesía, el teatro o el relato breve, compone, de este
modo, dieciséis años antes de que naciera Simenon,
y saliéndose de los márgenes de la bohemia milanesa (scapigliatura)
predominante, un verdadero ‘noir’ que se desliza con sabio equilibrio entre el
boceto ottocentesco, la novela gótica y el ‘verismo’ que hasta Italia, con Verga
a la cabeza, importaron de Francia.
Nápoles a comienzos del S. XX. |
Aunque la trama pivote sobre la
existencia de ese sombrero, “ese fantasma delator”, que puede resultar decisivo
para incriminar al barón en su abyecto proceder, son las particulares
implicaciones psicológicas que afectan al personaje principal, las que le
confieren en buena medida su verdadera dimensión a la obra, distinguiéndola no
ya solo por lo que pueda tener de punto de arranque de un género, sino por la
acertada dosificación de los elementos dentro de una arquitectura formal que a
la vez que se adhiere formalmente a la narrativa de su tiempo, consigue
mantener la tensión creciente propia de una buena novela de aventuras.
En una época en la que quedaban lejanos
“los días en que una sotana salvaba al infeliz de la horca y lo mandaba
santo al paraíso”, en que los periódicos liberales “cuando se trataba de curas
a todos los ahorcarían desnudos”, en que la religiosidad se confunde con la
superchería, cuando no desemboca directamente en un oscurantismo más propio de
nigromantes, puede no resultar tan insólito el que un hombre de buena posición,
imbuido de determinadas lecturas en boga, pudiera llegar a vanagloriarse de
ocupar un sitial más allá del bien y del mal. Si como decía el doctor Panterre,
ese terrible nihilista que es el padre espiritual del barón, en el que éste
encuentra consejo y consolación cuando alguna duda hacía mella en su superior
espíritu: “En el respeto a las leyes fundan todos los débiles su defensa y
protección; es el egoísmo individual el que viene a crear ese gran egoísmo
social que se llama ley”, nada resultaría más legítimo, por tanto, que en ese
mundo sin Más Allá, sin Dios, dentro de ese combate vital que establecen el
cura Cirilo y el barón en los primeros compases de la historia, el destino del
primero se le presente a su verdugo como naturalmente sellado de antemano.
Hasta aquí, la elucidación de las
circunstancias del asesinato y la caza por parte de las autoridades del
homicida nos proporcionarían ingredientes suficientes para mantener la atención
del lector, si no fuera porque De Marchi no se contenta con eso. Si el barón no
percibiera más que una “cierta náusea”, tras acabar con la vida del cura
Cirilo; si pudiera seguir con su existencia, despejado el horizonte además de
aquellos nubarrones económicos que tanta angustia le habían ocasionado, como si
tal cosa; si ese dichoso sombrero no se hubiera presentado de repente; si, si,
si… Pero ni el disoluto caballero, aquel que “jugaba y vencía siempre”, es
capaz de sospechar hasta qué punto esas ligeras y por otra parte comprensibles
dudas e inquietudes, de acuerdo que azuzadas por las pesquisas de la Justicia,
pueden derivar en una espectral angustia que le llevarán en un determinado
momento a plañir: “¡Ni que fuera Macbeth!” ¿Podrá cambiar en apenas unos días
de perspectiva el frívolo pensador de cafetín hasta el punto de pasar de
“envidiar” a los desharrapados con los que se cruza por la calle, porque ellos
no tienen preocupaciones y pueden dedicarse sencillamente a ser felices, a descubrir
sin posibilidad de desandar su loca huida hacia adelante que “solo las fieras
devoran sin remordimiento”?
El ‘giallo’
Obra de 1956 del célebre 'giallo' de Mondadori. |
Se ha convertido casi un lugar común
afirmar que la palabra italiana “giallo” (amarillo), fue adoptada para designar
a esta versión italiana de la novela “negra”
en alusión al color que lucían las cubiertas de una popular colección de
novelas policíacas baratas editadas por Mondadori desde el año 1929 y que
calaron especialmente entre el público durante la posguerra –cuando la censura
del régimen fascista no podía impedir que la acción de las mismas se
desarrollara en Italia, lo que era visto como una incitación al crimen– gracias
a esa particular mezcla de investigación detectivesca y misterio, a lo que vino
a sumarse una dosis de erotismo característico también del pulp
americano (etimológicamente pulp hace referencia al desecho de pulpa de madera
con la que se fabricaba un papel amarillento, astroso y de mala calidad), al
que los “libros amarillos” se asemejaban temática y, sobre todo, formalmente.
Esta aproximación al fenómeno, no
resultando descaminada, parece obviar, sin embargo, que al igual que críticos
como Leonardo
Sinisgalli se referían ya en 1929 a estas novelas como “romanzo giallo”
–que pronto pasó a identificarse con “novela policíaca”–, la alusión al
amarillo (al ‘yellow’ inglés) ya contaba con su particular genealogía en el
ámbito anglosajón, como lo demuestra el hecho de que, por ejemplo, a finales
del siglo XIX el propio Connan
Doyle utilizara la expresión “yellow-backed novel” para referirse a ese
tipo de obras basadas en la lógica investigadora fundada por Poe medio siglo
atrás, por no hablar del uso que de la palabra hizo la prensa estadounidense a
raíz de una célebre tira cómica (“The Yellow Kid”) que
terminaría dando nombre a toda una escuela de periodismo a nivel mundial.
Pero más allá de controversias y
relecturas críticas, parece evidente que de las portadas amarillas de la serie puesta
en marcha por empeño personal del propio Arnoldo
Mondadori, la denominación pasaría más tarde a designar entre la crítica
cinematográfica a aquellos thrillers producidos en el país transalpino entre
1962, año en se produce La muchacha que sabía demasiado de Mario
Bava y 1982, momento en que Dario
Argento filma el considerado como el último ‘giallo’ fílmico genuino: Tenebrae.
Así las cosas, y pese a algunas reticencias iniciales, paulatinamente y gracias
a la labor de estudiosos como Luca Trovi (autor de Tutti i colori del giallo),
se fue poniendo de manifiesto que Italia, al igual que otras grandes
literaturas occidentales, gozaba de una tradición propia de novela “negra”, que
encuentra en las postrimerías del siglo XIX, precisamente en la obra De Marchi
a su principal precursor.
Emilio de Marchi. |
Partiendo de la obra de escritores ya
clásicos como Carolina Invernizio, Augusto De Angelis, Giorgio Scerbanenco,
Emilio Gadda, o Leonardo Sciascia, y llegando hasta autores en activo como
Loriano Macchiavelli, Andrea Camilleri, Tiziano Sclavi, Giorgio Faletti, Sandrone Daziere, Maurizio de Giovanni,
Gianrico Carofiglio, o Donato Carrisi, entre otros, el ‘giallo’ ha desbordado
los márgenes estrictamente literarios para consolidarse como un género
especialmente fértil y versátil para poblar el imaginario colectivo de la
geografía italiana. Eso, por no hablar de lo particularmente propicio que
resulta en la actualidad, al dar entrada a una dimensión social que incorpora
la realidad de un tiempo en que el crimen organizado y la corrupción política y
de las instituciones, suponen una inagotable fuente de inspiración.
Evidentemente, en su siglo largo de vida
el género ha evolucionado. En un interesante artículo de Celia Aramburu Sánchez
incluido en la obra colectiva Las revolucionarias. Literatura e insumisión
femenina titulado “Las mujeres de
Lucarelli: héroes y antihéroes en femenino”, la profesora de la Universidad de
Salamanca nos recuerda que se han consignado tradicionalmente, dependiendo de
“la relevancia que se atribuye al plano narrativo” y sin descartar posibles
ampliaciones en función de los autores y sus respectivos intereses, al menos seis grandes categoría de ‘giallo’: ad
enigma o classico; noir o hard boiled; suspense; thriller; giudiziario; y medico
legale o medical thriller. En este sentido, Marco
Vichi, padre del melancólico comisario Bordelli, ha manifestado en alguna
entrevista que “el giallo contemporáneo se ha liberado de las imposiciones
clásicas de la novela negra, que ve en la trama su eje principal”, y siendo
esto cierto, su apreciación de que en las representantes del género en la
actualidad “el perfil psicológico y la humanidad de los personajes son mucho
más importantes que la historia en sí” no es totalmente incompatible con la
filosofía que subyace a El sombrero…, obra que reuniría elementos de varios de
los subgéneros citados más arriba y que con independencia de su tono ameno,
trepidante y rebosante de humor, demuestra ser mucho más “moderna” por ejemplo,
que las pulp fiction de la posguerra, en la que los aspectos morbosos estaban
muy subrayados.
Y es que, como ha destacado Carlo
Lucarelli, a quien le debemos la figura del Comisario De Luca, El sombrero
del cura –obra que podemos leer ahora traducida por Rubén López Conde,
cofundador de la joven editorial andaluza Ginger Ape Books&Films, que con
este título inaugura su colección de narrativa– representa “una pequeña obra
maestra que raramente se encuentra en las antologías académicas”.
José María Matás
[Artículo
publicado originalmente en OjosdePapel]
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