miércoles, 26 de diciembre de 2012

La influyente poética de Marcel Schwob al descubierto en 'El deseo de lo único. Teoría de la ficción' (Páginas de espuma)



El deseo de lo único. Teoría de la ficción.
Marcel Schwob.
Edición de Cristian Crusat.
Traducción de Cristian Crusat y Rocío Rosa. Voces/Ensayo.
Formato: 21,5x14 cm.
312 páginas.
PVP: 21€.
Fecha de publicación: octubre de 2012.

En abril de 1891, antes siquiera de haber publicado su primer libro y coincidiendo con el inicio de su lustro estelar, aquel periodo en el que se concentra la mayor parte de la producción de su, por otra parte, corta vida, Marcel Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 1867–París, 1905) mantenía la conversación literaria con W.G.C. Byvanck que abre el presente volumen y en la que se perfilan algunas de las grandes obsesiones, articuladas a través de una serie de reiteradas oposiciones, que marcarán su singular trayectoria: el individuo frente a la masa, el arte frente a la historia, lo sensible frente a lo inteligible, la diferencia frente a la semejanza, el terror frente a la piedad (tema que ocupa el primer texto que firma en esta obra) y de manera muy singular, la vida frente a la biografía, aparente dicotomía que le llevará al descubrimiento del que es considerado uno de sus mayores hallazgos, el género de la “vida imaginaria”, el cual, pese a contar con antecedentes tan remotos como Vidas de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio o Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos, de Cimbaue a nuestros tiempos de Giorgio Vasari, encuentra en Schwob, sin menoscabar el valor de títulos como Las vidas de las personas eminentes de John Aubrey –a quien le reconoce la deuda–, o el Gaspard de la nuit de Aloysius Bertrand, a su más reivindicado y preclaro padre.

Tan sólo unos días antes de este encuentro, Jules Renard, que había recibido a Schwob en su casa hasta altas horas de la madrugada y con el que había departido (en realidad él solo escuchaba) sobre Esquilo, comparándolo con Rodin, apuntó: “De pronto la lámpara se apagó. Encendí las velas del piano. El rostro de Schwob quedó en la sombra. Siento que ese muchacho ejercerá en mí una influencia enorme.” No es Schwob un raro entre otros raros. “Escritor-universo”, “escritor-cabaña”, “homo duplex”, criatura doble como los escenarios míticos, como lo define en su prólogo Cristian Crusat –en tanto que el escritor francés  consideraba también que para cualquier hombre el mundo (y su corazón) es doble, “al tener conciencia de sí y de los otros”–, este enfermizo sobrino de bibliotecario que se dio a la morfina para no sentirse todo el tiempo como un “perro viviseccionado”, levantó sus obras sobre una portentosa erudición –“un poco talmúdica que de todo hacía acopio”, en palabras de H. Juin– sobre una inteligencia de “pesadilla”, como la describió su esposa, la actriz Marguerite Moreno, en la que las fronteras de los géneros se borran subsumiendo cuantas tradiciones conoció, desde los mitos orientales a la embrionaria lingüística estructuralista.

Ahora, junto a algunos escritos que forman parte del corpus establecido por Schwob en Espicilegio, como los dedicados a cuestiones como el arte de la biografía, la risa o la leyenda de San Julián el Hospitalario, nos encontramos aquí con textos que no excluyen el cultivo del anacrónico género del diálogo, con otros dedicados a la canción popular o el que, por medio de un penetrante y fecundo, a pesar de su brevedad, ensayo, consagra a la obra de George Meredith, por mencionar algunos de los compilados en esta edición de Páginas de Espuma, con traducción de Rocío Rosa y del propio Crusat, entre los que juegan un papel principal también aquellos que habían permanecido habitualmente en la periferia, inéditos en nuestro país, caso del breve prólogo a Los últimos días de Enmanuel Kant de De Quincey o la extensa y soberbia entrevista confeccionada a modo de crónica citada al inicio.

En todos estos escritos, que conforman una teoría de la ficción que Schwob no llegó a sistematizar pero que desarrolla con claridad y coherencia en base a una premisa fundamental, según la cual el arte sería “lo contrario de las ideas generales”, no describiendo “sino lo individual”, no deseando “más que lo único”, descubrimos su profundo conocimiento de la literatura grecolatina y de la historia de las ideas estéticas, al tiempo que queda expuesto por parte  de quien conocía profundamente el arte de su tiempo (de Balzac a Poe, de Zola a Ibsen o Whitman) su frontal rechazo a las novelas psicológicas contemporáneas en boga por aquellos años, que se le antojaban “anodinos relatos donde, bajo el pretexto de desvelarnos los secretos del alma, un señor nos cuenta una banal aventura de saloncito adornada con fragmentos mal digeridos de Spinoza o Herbert Spencer”.  

Así, frente al naturalismo y al positivismo que se ha enseñoreado del arte literario, frente al determinismo cientificista, Schwob, que evocando a Thackeray, solo detecta por todas partes esnobs y esnobismo, opone el arte, cuya esencia es la libertad, como “manifestación del hombre en su totalidad”. Aunque las circunstancias ambientales condicionan, como a todos los organismos, al hombre, para el autor de El libro de Monelle tan distante de Les Rougon- Macquart, pese a ser su protagonista un personaje netamente zolesco no lo hacen sino de manera indirecta, siendo la vida interior, que oscila pendularmente de crisis en crisis, la que verdaderamente cuenta. Y es así que cuando, una crisis interior coincide con una crisis exterior alcanzando el punto extremo de la emoción, se produce la “aventura”, que es de lo que debe ocuparse el arte. De este modo, Hamlet, “obra maestra de la literatura moderna” traducida por Schwob, y cuyo prólogo, con firma del autor, recoge esta miscelánea, sería así una novela de aventuras, más aún, el modelo de “novela del porvenir” que, según el escritor francés, habría que seguir. Al fin y al cabo, si el príncipe de Dinamarca se erigía como el “pararrayos sobre el que se descargaba toda la tensión trágica de la atmósfera de su tiempo” pocos ejemplos podrían encarnar mejor un arte que, asumiendo que el mundo es discontinuo y libre, sepa dar “a lo particular la ilusión de lo general”

Pero, más que Shakespeare, será François Villon quien ocupe el lugar preeminente en este volumen por motivos que van más allá del mero hecho de que se le dedique alrededor de una sexta parte del libro a la vida de quien compuso, a las puertas de la horca, La balada de los ahorcados. Su interés por aquel creador disoluto y patibulario le acompaña desde muy joven y así dos años antes del encuentro entre Byvanck –que este recogerá en Un Hollandais à Paris en 1891– y ese jovencísimo escritor con “rostro de benedictino de ojos indiscretos y mundanos”, Schwob le había escrito al filólogo y escritor holandés para pedirle su ensayo sobre Villon, que con el estudio de la lengua popular y de las “clases peligrosas”, serán algunas de las constantes de su obra. Ya al comienzo de su entrevista el cronista evoca cómo Schwob enarbolaba con indisimulada satisfacción un fajo de papeles que contenían los documentos del proceso contra los Coquillards, esa banda de malhechores juzgada en Dijon a mediados del siglo XV, que constituyeron la “primera Internacional aparte de la Iglesia”, un movimiento de irrupción y ascenso de la bohemia a través del cual resultaba posible construir una “imagen en miniatura” de la nueva sociedad. El autor de Vidas imaginarias descubre en Villon, como en los maestros del XVI, a decir de Crusat: “la ironía y la vileza, el juego, el drama, la lengua, el erotismo, el viaje y la aventura, mezclados; la literatura previa a su esparcimiento y parcelación”. Schwob, evidentemente, lo considera un genuino representante del malditismo, un radical transvalorador, un revolucionario que representaba de algún modo la subversión frente a las grandes “verdades” del pensamiento científico, pero más allá de esa esencia mítica que azuza su siempre despierta curiosidad intelectual, es la propia perversidad, de la que nacieron los versos más hermosos de Villon, como escribe al final del artículo que le dedica, la que seduce a aquel que baudelaireanemente llegó a afirmar: “Se lo confieso con franqueza: para mí el mal tiene encanto”.

“En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas”, escribió Jorge Luis Borges en el mismo retrato en el que reconocía su deuda, no señalada aún por la crítica, con aquel “maravillado lector”, habitante de “profundas bibliotecas” al que le tocó en suerte Francia, “el más literario de los países” y el siglo XIX, “que no desmerecía del anterior”, sin el que no habría podido construir, no al menos como lo conocemos, “un libro candoroso que se llamaba Historia Universal de la Infamia”. Sin entrar a valorar lo que el tributo del escritor argentino –tiene algo de maravilla, dicho sea de paso, el que la mujer de Schwob terminara a la muerte de éste impartiendo clases de dicción en Argentina a una muchacha llamada Silvina Ocampo– pudo contribuir a restañar la olvidada fama de un escritor que aunque mereció en su tiempo el aplauso de talentos como Oscar Wilde o Stéphane Mallarmé, siempre permaneció en penumbra para el gran público, alejado quién sabe si providencialmente de la “popularidad excesiva”, como escribió Vila-Matas, no puede escamotearse la influencia de este francés educado por tutores alemanes y traductor consumado especialmente de lengua inglesa, en la obra de algunos de los más grandes creadores del siglo XX. Su benéfico magisterio se dispersó por todos los puntos cardinales dejándose sentir en la producción de escritores como Antonio Tabucchi, Fleur Jaeggy, Danilo Kis o Pascal Quignard, entre otros. Sin embargo, su descendencia es sobre todo como señala, Crusat, “genuinamente latinoamericana”, empezando a configurarse entre los humanistas del Ateneo, institución mexicana encabezada por el dominicano Pedro Henríquez Ureña –de donde salieron Alfonso Reyes y sus Retratos Reales e imaginarios–, y llegando, con parada obligada en Borges y Rodolfo J. Wilcock, hasta el propio Roberto Bolaño, que tanto debe al anteriormente citado (especialmente pero no sólo en La literatura nazi en América), como en última instancia, al autor de La cruzada de los niños.

Su concepto de la imaginación, no como inhibidor o escape de la realidad, sino como amplificador, su capacidad –que él alaba en Robert Louis Stevenson, una de sus obsesivas referencias– para crear imágenes irreales que constituyen al mismo tiempo la quintaesencia de la realidad, o la citada invención de ese “método curioso” (de nuevo Borges) que le otorga ese especial vaivén a su literatura –y según el cual “Los protagonistas son reales; los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos”–, son contribuciones memorables que convierten a Schwob en un autor fundamental para entender la literatura occidental del último siglo. Y así, aunque su obra guarda un sabor inconfundible a la mejor tradición simbolista (y decadentista) del XIX, por su dedicación a esas “vidas mínimas”, como las llamará ese otro “trapero” que será Walter Benjamin, en las que refulge, con todas sus anomalías, la vida de un pobre actor tanto como la vida de Shakespeare, Schwob, tan hostil a las corrientes de moda de su tiempo, nos proyecta emergiendo de ese “océano de papel manchado” que era el corpus literario de su época, hacia esa literatura del porvenir (que es de ayer y de todos los tiempos) sobre la que le inquiría Byvanck, y que terminará fructificando por diferentes caminos en géneros tan en principio alejados de su tiempo y sensibilidad como la propia non-fiction norteamericana de la segunda mitad del pasado siglo.

Para quienes sean asiduos a la obra de Marcel Schwob El deseo de lo único. Teoría de la ficción representa una lectura obligada para profundizar en los principios compositivos y en la estética del “padre de una poesía distinta” (Apollinaire); para quienes no se hayan adentrado todavía en su literatura, disponen ahora de una vía de acceso privilegiada. Ahora bien, si en las primeras páginas no han caído rendidos al hechizo, pueden borrarlo de su lista. O mejor, volver a intentarlo pasado un tiempo. Entremedias prueben con un poco de Borges. Si tampoco, empiecen a pensar que igual se han equivocado de hobby.

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