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A las diez menos cuarto de la mañana un
timbrazo me despierta. Es viernes. Pero podría ser martes o domingo. Laborable
o feriado. Poco importa. La noche anterior nos acostamos tarde. Serían, como de
costumbre, las tres y pico. MC había estado cosiendo, tejiendo puntada a
puntada un porvenir que se resiste a ser enhebrado. Viéndola, nadie diría que
pudiera haberse tirado toda la vida haciendo otra cosa. Yo, no sé. Supongo que estaría
leyendo, escribiendo, estudiando. Viéndome, podría dar la sensación de que no
sería capaz de hacer nada diferente. Lo malo es que casi es verdad, de que
carezco de oficio y de beneficio y que, pese a todo, persisto como si a alguien
le importara lo que tengo que decir, como si otros con más autoridad y
magisterio no lo hubieran de decir mejor. Si es que ya no lo han hecho. Da
igual. Tal vez sólo se trate de no pensar, de leyendo en español a alguna
poetisa rusa, de sumiéndome en algún manual de geopolítica, de preparando un
artículo, casi para consumo propio, sobre un novelista inglés o un poeta
peruano, no dejar que la apatía me venza y esos bajones de los últimos
tiempos se vayan haciendo más frecuentes, más prolongados, más espesos, hasta
unirse. No, no pasará. Pero tampoco atiendo a la puerta. Insisten, pero siento
un cansancio inmortal. Entre tinieblas pienso en si tengo algún libro pendiente
de alguna editorial. El buzón es pequeño y ya se sabe. Además, en estos casos
casi siempre hay que firmar. Pero, no me suena y, por si fuera poco, me duele la cabeza. Y
lo peor es que ya sé que lo seguirá haciendo lo que resta de día.
Una hora más tarde nos levantamos. La
casa está en calma. Siento a mi suegra moverse penosamente en su cuarto. Acaban
de operarla del corazón. Pobre, pienso. La vida le vino torcida. Primero la
infancia truncada por un “exilio interior” que tuvo muy poco de poético y la
huida urgente del pueblo grande al pueblo chico sólo porque los “suyos” (si apenas
tenía dieciocho meses cuando cayó Madrid) no habían ganado la guerra. Luego, la
salud quebrantada. Una enfermedad tan crónica y adornada de achaques como esa
viudez prematura que nada, ni los rebrotes de un amor encanecido, podrán sanar.
Y claro, están la paga miserable, trabajar de lo que sea, limpiando, sirviendo,
cocinando. Sin horario. A los cuarenta grados de julio y a las siete de la
mañana como siete rayos helados, siete en todos los relojes pero más que
ninguno en el suyo, mientras aguarda en la parada del autobús de un mes de
febrero. Todo de mala manera y explotada y gracias. Sin vacaciones. Sin 1 de
mayo. Y, cuando llega la hora de poner los huesos a reposar, del júbilo, entonces
aún la vida le depara nuevas sorpresas. Pues qué se creía, señora. Ahora son su
hija, que trabaja desde que tiene quince años y que todavía tuvo arrestos para sacarse en medio una carrera que a la postre no le serviría de nada, y su
yerno comedor de libros con los que no se come: sus niños. Ellos y lo que dice cada
día esa señorita del telediario. Son los tres frente al espejo de las tres. Y ella,
que invirtió su casa en una casa mejor, cuando vivir con tus posibilidades no
era aún vivir por encima de tus posibilidades, no lo dice pero lo piensa. No
dice dónde irán. Ni qué pasará el día en que ya no esté yo aquí para tirar con
mi paga de supervivencia del carro. Pero lo piensa.
Maldita sea, rumio, antes de sacar a los
perros, hay quien sólo parece tener derecho a cumplir inviernos.
2
A la vuelta, cojo mi móvil antediluviano,
ese mismo que casi nunca suena pero que miro de vez en cuando, cada vez más
esporádicamente, porque es el que figura en mi currículo, ese que cada vez
actualizo con menos frecuencia. Entonces veo que hay un mensaje. Más aún, veo
que no es un mensaje de Vodafone, sino de una empresa de paquetería. Maldigo.
Sabía que tenía que haberme levantado. Ahora me va a tocar ir a mí a por él y,
aunque me pilla cerca de casa, ya es casi mediodía, no he hecho nada, y además,
hoy precisamente me toca a mí preparar el almuerzo.
Al ver el sobre me sorprende su remitente.
Editorial La Serranía. Me sorprende porque no me casa, como el paquete deja
traslucir, que dentro haya únicamente un libro. La Serranía es un pequeño sello
con sede en Ronda especializado en guías de senderismo, libros de naturaleza y obras
de temática local. Trabajan mucho y sorprendentemente bien y desde hace un par
de meses colaboramos con ellos. O ellos colaboran con nosotros, más bien. A
través de una amiga de Facebook que se está portando como una amiga de verdad de MC, se enteraron de que no estábamos
pasando una buena racha y nos ofrecieron la posibilidad de vender sus libros y sacarnos
unos euros. De hecho, hace poco recibimos una caja con sus títulos, de ahí que
la inesperada llegada ahora de un único volumen no pudiera menos que llamarme
la atención. Al llegar a casa le extiendo a MC el paquete. No sé por qué no lo abro yo. Disfruto como un niño cada vez que llega un sobre con el logotipo de
una editorial. En esos instantes el perro de Pavlov a mi lado tiene la garganta
seca. Pero el caso es que prefiero que ella despeje la incógnita. Instantes
después emerge del sobre acolchado la portada de un libro de Juan Manuel
Sánchez Gordillo, lo que provoca que nuestra sorpresa se acreciente aún más,
porque, para mayor confusión, no se trata de un título editado por La Serranía.
Extrañados, nos miramos y pensamos a la vez en J., el contacto de MC, que es,
además de Marinaleda. Después, MC abre el libro y ve que en su primera página
hay una dedicatoria. Escrita con pulso febril, cargada de grandes palabras
(sueño, libertad, igualdad…), ocupa toda la página. Su autor, lo imaginan, es
JMSG.
MC no tarda en emocionarse. Ella es la destinataria de esas líneas vibrantes. Sus ojos se
llenan de lágrimas. Y yo, viéndola, a poco estoy de seguir su ejemplo. Está
feliz. Yo también. De eso se trataba, ¿no?
Qué difícil, pienso, resulta casi siempre
lo fácil.
3
Juan Manuel Sánchez Gordillo ha sido un
protagonista destacado de nuestras tertulias domésticas en los últimos meses,
especialmente después del célebre suceso con los carritos de supermercado.
Desde un primer momento censuré aquellas acciones del SAT. No lo veía. Así no.
Me negaba a aceptar que a estas alturas, en estas latitudes tomar fincas y
asaltar supermercados fuese solución alguna. Tanto ímpetu puse en sostener mis
argumentos durante aquellos días en que el alcalde de Marinaleda copaba los
titulares de la prensa española que en algún momento estuve incluso a punto de
convencer a MC. Aunque ahora tiendo a pensar que simplemente me daba la razón
como a los locos. Por no herirme. Sí. Creo que sabía lo que pasaba por mi
cabeza. Que aquel treintañero sin trabajo al que sólo le quedaban algunas
asignaturas para terminar Ciencias Políticas aún no estaba preparado para
aceptar, pese a haber pasado por momentos duros, pese a haber tratado con una
representativa muestra de desalmados a lo largo de su vida, pese a su falta de
perspectivas, que el sistema no se iba a regenerar por sí sólo como por arte de
magia, que la nuestra no sólo era una democracia enferma en un país enfermo. Sino
una democracia enferma en un país enfermo grave.
Durante un tiempo dejamos incluso de
hablar de Sánchez Gordillo y su causa. Nos hacía demasiado daño a los dos. Instintivamente
nos dábamos cuenta de que Marinaleda era un símbolo que convenía no tocar
demasiado a riesgo de que el oro acabase pegado a nuestras manos. Y quien dice
oro aquí en el sur, dice tierra. Dice campo, dice sudor y sufrimiento y hambre.
Sí, era mejor no recordar, fingir que todo no había sido sino un mal sueño. Que
nunca había existido un tiempo, durante la “gloriosa” transición, en que los de
siempre amedrentaban a los de siempre, en el que los de extrema derecha se
cebaban con los de “extrema necesidad”, como dice MC, quemando banderas de
Andalucía y arrancando los árboles que los vecinos de aquel pueblo proscrito
habían plantado de forma voluntaria. Todo por el miedo a perder sus
privilegios. Todo por cosas como cambiar el nombre de una plaza que a partir de
entonces, en vez de llamarse de España pasaría simplemente a ser
del Pueblo. Ahora lo recuerdo. Sobre este punto el periodista Antonio Ramos
Espejo, que durante aquellos años siguió informativamente la “revolución” de
Marinaleda, recogió en 1979, un año antes de la gran huelga de hambre que
protagonizaron más de setecientos vecinos del municipio reivindicando tierra e
inversiones (también durante aquellos diez días el gobernador civil de Sevilla
creyó innecesario interrumpir sus vacaciones), unas declaraciones de Sánchez
Gordillo que a día de hoy resultan de una casi inverosímil vigencia:
“No le dimos importancia. No creo que a España se la ofenda por el cambio de un rótulo; a España se la maltrata cuando se evade capital a Suiza; a España la ofenden los especuladores, cuando se tiene a los pueblos en paro. A la Patria se la ofende cuando se condena a un pueblo al paro y la represión. Nosotros no nos sentimos antiespañoles; al contrario. España no es de unos cuantos. A nosotros nos gustaría que se nos pusiera en una balanza y se comprobara quiénes son más españoles o más patriotas: aquellos que la defienden sólo en los rótulos o los que la trabajamos”.
Paro y represión. Patria y Suiza. ¿Les
suena?
El sufrimiento de una tierra esquilmada
desde que los fenicios y otros pueblos prerromanos descubrieron que al oeste de
la península se encontraban algunos de los yacimientos minerales más
importantes del Mediterráneo y que, sin embargo, pese al milenario expolio,
siempre ha sido tierra de acogida. Cuando en los años 60 muchos andaluces se echaban
a la emigración, Andalucía todavía tuvo sitio para que un murciano, mi padre, viniese
aquí a trabajar y terminara echando raíces. Pero no hace falta acudir a los
libros de historia ni irse demasiado lejos. Todavía hoy ese andaluz gallardo
que se da golpes en el pecho haciendo profesión de fe blanca y verde se
empequeñece a poco que lo miren de una manera tan sólo un poco atravesada. Conocemos
esa mirada. Y esas dos palabras lacerantes: “qué gracioso”. Esto por sí sólo
explicaría por qué dentro de la división mundial del carácter no hemos tenido
más remedio que explotar la comicidad, a veces hasta el paroxismo, la
caricatura, la autoparodia. Porque la verdad es que, aún hoy, en el sur, en determinados ámbitos
sociales y laborales, tener acento de Ciudad Real equivale a un máster. O como
mínimo a una licenciatura. Al fin y al cabo esto último puedes endosártelo por
la cara en tu perfil de facebook, pero el acento, miarma, eso ya es otra cosa.
Lo digo yo, que soy medio barrigaverde.
Por eso aquí el nacionalismo no encuentra
suelo en el que florecer. Los andaluces podemos ser todos lo nuestros que
queramos, pero se nos va la fuerza por la boca, por los chistes, por las
palmas, por todo aquello que hace que queramos que todo lo bueno que hay en el
mundo tenga el sello A de calidad certificada. Porque si el ombligo del andaluz
es ancho, es precisamente para poder mirar mejor lo que hay al otro lado. Tal vez
sea esta la única cosa buena que haya tenido nuestro proverbial retraso
económico. El que no hayamos podido generar unas clases medias lo
suficientemente asentadas como para caer en la tentación de volverse paranoicas.
No es una cuestión de identidad ni, por supuesto, de historia, y resulta hasta
ofensivo el tener alguna vez que recordar esto: la Bética, Al Andalus, en fin. Tampoco
es por falta de motivos, pues probablemente no haya habido un territorio más
perjudicado desde tiempos de los Reyes Católicos por el centralismo, por
Madrid, como dicen algunos, que el nuestro. Es que sencillamente el andaluz sería
feliz si España directamente se llamara Andalucía pero no está dispuesto a dar
un golpe en una pelea por trazar una línea imaginaria en torno a Despeñaperros.
Y menos ahora, cuando se llega sin sentir por carretera a La Mancha. Menos aún,
por reconquistar la soberanía sobre Gibraltar, una colonia que de haber estado
ubicada en cualquier otra autonomía haría décadas que sería española. Pero qué
se puede esperar de una nación que tiene por himno un canto anarquista.
Todo esto, claro está, permanece
incrustado dentro de una idiosincrasia largamente sedimentada, que lleva a los
ciudadanos andaluces a preferir ser robados por los socialistas que a permitir
que el turno, como en el resto del
Estado, se afiance. Lo raro es que los eunucos mentales que dirigen el Partido
Popular por estos pagos aún no se hayan enterado. De que no es cuestión de
régimen, ni de nepotismo, ni de prebendas, que de todo eso hay en cantidades
exportables. Sino de un simple cálculo probabilístico que lleva al andaluz medio a
sentir que siempre tendrá más opciones de que caiga un trozo de pan de la
mesa de un socialista, por muy piojo revivío que éste sea, a que lo haga del
capó del patrol de uno de los rutilantes líderes de la derecha, por muy
radicalmente de centro que se hayan vuelto. Digo que no se han dado cuenta
porque de lo contrario hace tiempo que habrían dejado de salir en público con
cazadora, porque ellos son también muy campechanos, y mirarían a su audiencia
bajando diez grados la cabeza.
4
El mérito del SAT en toda esta historia
es que conoce demasiado bien cómo late su pueblo. Cómo la indolencia, la
resignación, la indigencia material y la inducida ignorancia, han calado hondo
en unos surcos en los que no crece ya nada. Llevan, además, tanto tiempo en la
brega que están demasiado acostumbrados a que a las primeras de cambio les
echen encima a la guardia civil y al ministerio del Interior y a los jueces y a
la prensa oficialista. Hoy como hace más de treinta años vuelven a ser tildados
de terroristas. Sólo hay que cambiar el nombre de la cabecera y poner La Razón
donde antaño era El Alcázar. El ABC, eso sí, se mantiene fiel a su estilo. No
hay que alterar el orden, nada de molestar a los bancos ni a las grandes empresas. La
siesta del hijo de un diputado vale más que ocho millones de hambrientos, que
cientos de miles de deshauciados. Hace unos meses no quise verlo. Pero, aunque
tarde, me voy dando cuenta. Sí, me doy cuenta de que de nada o muy poco ha
servido nuestra obediencia, nuestra fe en el sistema. “No, es que cualquier
crío se metía a trabajar a la obra a ganar dos mil euros al mes y dejaba los
estudios sin terminar”, dicen los entendidos. ¿Así de sencillo? ¿Y qué tenían
que haber hecho don Cayetano? Ah, ya. Aprender idiomas, estudiar informática o
ingeniería, masterizarse y terminar aprendiendo a extender en su dosis justa la salsa barbacoa
en un Burger King de Hamburgo. No, está claro que para ese viaje no hacían falta
alforjas, pues si hasta ahora teníamos la sospecha de que la palabra de la
mayoría de nuestros dirigentes no significaba mucho, hemos pasado a alcanzar
prácticamente la certeza de que equivale a nada. De qué nos ha servido portarnos
bien si vemos cada día cómo mientras se persigue con saña a las Colau, los
Cañamero o los Sánchez Gordillo, los mayores delincuentes del país desfilan con
suficiencia como por una pasarela. Tiene gracia. Creemos de pronto que la
justicia es igual para todos porque han imputado a una infanta de España. Como
si no acabáramos de ver no hace tres días cómo se producían indultos
indecentes; como si no tuviéramos noticia a diario de cómo tales o cuales
delitos, vaya por Dios, han prescrito; como si no tuviésemos que soportar a una caterva de rufianes insultándonos hora tras hora con sus desplantes, mentiras e
insidias. “No, qué va, cómo iba a saber yo que ese íntimo amigo mío era un
contrabandista. Yo mismo con mis propios ojos le vi comprar una cajetilla de
Marlboro del estanco”. Como si usted o yo pudiésemos tener de abogados en
nuestra causa a un Catedrático de Derecho y a un “padre” de la Constitución.
Sí, de qué nos ha servido a MC y a mí
portarnos bien, intentar comportarnos como ciudadanos ejemplares, esforzarnos
por alcanzar una formación a la altura de los tiempos, ser pacientes con la
empresa que te emplaza a un futuro de prosperidad antes de dejarte en la
estacada. ¿Para tener que aprender a escuchar oh, tú vales mucho, oh, tú no te
mueres de hambre, oh, tú verás cómo sales adelante? ¿Y eso cuándo? Mañana,
mañana, mañana. ¿Cuántos miles de andaluces oyen esto a diario? ¿Y en España?
¿Cuántos languidecen sin saber qué hacer, reuniendo méritos para obtener el
único título que les falta, el que nunca aspiraron a poseer? El de buscavidas.
Porque eso es en definitiva lo que somos. No jugamos al billar pero cada nuevo
amanecer tiramos los dados con la esperanza, los que tienen esa posibilidad, de
no tener que recurrir al comodín de la familia, cuyo apoyo, en
nuestro caso, no hemos dejado de sentir. A veces, en momentos de flaqueza, no podemos
evitar pensar: si me hubiera pegado un poco más a tal este, si me hubiera
arrimado algo más a aquel otro. Parecía que sólo estaban esperando a que se lo
pidieras. Pero uno tiene la manía de doblar mal el espinazo para según qué
cosas y entonces llega un viernes el libro de Sánchez Gordillo y todos esos
pensamiento afloran de golpe. Pienso entonces si el destino de esta tierra no
es sino un constante estar amagados, sobre el campo ajeno, sobre el barril de
cerveza que habrán de saborear casi siempre otros, sobre la poltrona del
señorito de turno: el terrateniente, el diputado, el concejal. Y leo la
dedicatoria que JMSG le escribe a MC, y leo la frase que abre el volumen (“A
todo el que da la cara por el pueblo y no lo venden ni los sillones ni los fusiles”)
y veo las imágenes de las asambleas, de los paros, de los encierros, y algo se
me remueve por dentro, aunque no sepa aún muy bien cómo canalizar todo este
aluvión de sensaciones.
Sólo sé que no claudicaremos. Que
intentaremos ponerle al mal tiempo buena cara. Además, qué remedio, si parece
que nos esté barriendo el monzón.
También sé que le debemos una visita a
Marinaleda.
Y dos besos a J. Por el regalo. Por la treta de hacernos llegar el libro a través de la editorial del amigo para que no desvelásemos la sorpresa antes de tiempo. Por el apoyo.
Y, por supuesto, sé qué leeré con todo el
respeto que su autor se ha ganado Andaluces,
levantaos, editado ahora de nuevo, 33 años después, no ya como un mero
documento histórico, recuerdo de una época felizmente superada, sino casi como
un manifiesto que trata de proyectar su luz sobre el futuro.
Aunque temo que para esto último tendré que
esperar. Hay cola. Está MC. Y mi suegra, que nada más verlo, se lo ha pedido. Y
en esta casa está claro que el que viene por la izquierda tiene preferencia.
ya el acto de rebeldia de dar preferencia de paso a "lo que viene por la izquierda" constituye una deliciosa infraccion del codigo "moral"...magnifico articulo...solidaria empatia...
ResponderEliminarMuchas gracias por dejarse caer por aquí, por tomarse la molestia de leer un artículo tan personal y, cómo no, por el reconfortante comentario.
ResponderEliminarUn abrazo
E.L.