Tais.
Anatole
France.
Reino de
Cordelia.
Traducción de
Luis Contreras, revisada por L.A. de Cuenca.
Ilustraciones
de Paul Albert Laurens.
Formato: 13 x
20 rústica con sobrecubierta y cuadernillos cosidos.
240 páginas.
Fecha de
publicación: 18 de marzo de 2013
Precio: 16,50
€.
“Desde que se había retirado del trato de los hombres diez años antes, ya no hervía en la caldera de las delicias, y se maceraba provechosamente con los bálsamos de la penitencia. Así, al recordar un día, según su piadosa costumbre, las horas que había vivido lejos de Dios, y al examinar sus culpas una a una para concebir exactamente su deformidad, se le vino a la memoria una comedianta de gran belleza, llamada Tais, que vio en otro tiempo en el teatro de Alejandría.”
La bellísima
Tais, cortesana de Alejandría, que vivió en el siglo IV después de Cristo en el
Egipto romano, y que acabaría siendo canonizada como Santa Tais –la
festividad de quien se convirtiera en una figura muy popular durante la Edad
Media se conmemora en las Iglesias Católica, Ortodoxa y Copta cada 8 de octubre–
tiene prendado al abad Pafnucio, obispo de la Tebaida Superior discípulo del
célebre San Antonio Abad, que se empeña en redimirla, entre otros motivos,
porque estaba loco por ella. El caso es que lo consigue, pues aquella que se le
había aparecido por primera vez a la mente calenturienta del abad como “una Leda, muellemente tendida sobre un lecho de jacintos”, abandonó su vida de lujo y desorden e
ingresó en un monasterio de religiosas por voluntad propia, sometiéndose
durante cinco años a un estricto encierro en una celda mínima e insalubre, de
la que salió solo para morir, eso sí, como se nos advierte en el prólogo, “en
olor de santidad”.
Jacques-François-Anatole
Thibault (1844-1924), más conocido por su seudónimo literario Anatole France, hijo de librero
y librepensador, académico y dreyfusard, recurre a la historia del obsesivo
Pafnucio, quien ve demonios hasta en sus bolsillos y quien en su empeño por
salvarse y huir del diablo será siempre un desgraciado, y de la alegre y
amorosa Tais, a la que ni la sobriedad del convento le arrebatarán la
felicidad, para mostrarnos cómo el triunfo del deseo es capaz de alzarse en
todas sus formas frente al cristianismo represor propio de la Francia que aún
le tocó vivir al autor de Alfred
de Vigny o El jardín de Epicuro.
Uno de los grabados de Paul Albert Laurens que recoge la edición. |
“Aquella mujer se mostraba en los juegos y no temía entregarse a las danzas cuyos movimientos, acompasados con habilidad excesiva, recordaban los de las más horribles pasiones. También simulaba alguna de esas actitudes vergonzosas que las fábulas de los paganos prestan a Afrodita, a Leda o a Pasífae. Así abrasaba en el fuego de la lujuria a todos los espectadores, y cuando arrogantes jóvenes o ricos ancianos acudían, impulsados por el amor, a depositar flores en el umbral de su casa, ella los acogía y se les entregaba, de manera que al perder su alma daba motivo de que se perdieran muchas almas.Poco había faltado para que indujese también a Pafnucio al pecado de la carne. Con el deseo encendido en sus venas, una vez se había dirigido a casa de Tais. Pero se detuvo en el umbral de la cortesana por la timidez natural de la extrema juventud (entonces tenía quince años) y por el miedo a verse rechazado, falto de suficiente dinero, porque sus padres no lo autorizaban a hacer derroches. Dios, en su misericordia, se valió de su timidez y de la prudencia paternal para librarlo de una horrible caída, pero de momento Pafnucio no comprendió lo que tenía que agradecer a la Providencia, inepto aún para discernir lo que más le convenía y ansioso de gozar terrenales dichas. Ahora, arrodillado en su celda ante el simulacro de aquel madero saludable de donde fue suspendido, como en una balanza, el rescate del mundo, Pafnucio comenzó a pensar en Tais, porque Tais era su pecado, y meditó largo tiempo, según las reglas del ascetismo, acerca de la fealdad espantable de las delicias carnales, cuyo gusto le había inspirado aquella mujer en los días de agitación y de ignorancia. Después de algunas horas de meditación, la imagen de Tais se le apareció con resplandeciente claridad. Volvió a verla como en el momento de la tentación, bella según la carne.”
Inspiradora
de la obra del mismo nombre de Jules
Massenet, esta historia publicada por Reino de Cordelia cuya traducción ha
sido revisada por el poeta Luis Alberto de Cuenca,
bibliófilo, gran conocedor de las letras francesas y apasionado de este
periodo, que también se hace cargo del prólogo y la edición, viene acompañada
de los admirables composiciones grabadas al aguafuerte del pintor francés Paul Albert Laurens
que aparecieron en la edición auspiciada por la Librairie de la Collection des
Dix (París, 1900).
Nos encontramos de este modo ante una obra
recuperada ciento veintidós años después de su primera aparición como
publicación exenta, que sirve, además, para reivindicar la figura con
frecuencia menoscabada de quien fuera premio Nobel de Literatura en 1921, de un
autor que se rodeó de lo más granado de la cultura gala de su tiempo, dejando
su nombre inscrito junto a los de Verlaine, Leconte de Lisle, Mallarmé o
Maupassant en el Parnaso de las letras contemporáneas. Sin embargo, como en su
día señaló Kundera, quien lo
tuvo en gran estima, France había caído en la “lista negra”. Como nos dice De
Cuenca en su introducción:
“Anatole France es un autor injustamente denostado por los surrealistas y lo suficientemente olvidado como para exigir, a juzgar por su enorme fuerza narrativa, su profundidad psicológica y su capacidad descriptiva fuera de lo común, una vindicación entusiasta como la que emprendemos hoy con esta reedición de su maravillosa novelaThaïs”.
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