Dos
lecciones infernales.
Galileo Galilei.
Traducción y posfacio de Matías Alinovi.
Introducción de Riccardo Pratesi.
La Compañía y Páginas de Espuma.
19x12 cm. 128 páginas.
ISBN: 978-84-8393-170-7
9€.
1ª edición: septiembre de 2012.
En 1588, cuando Galileo es invitado a impartir
sus dos lecciones sobre el Infierno de Dante ante los miembros de la
Academia Florentina, el joven científico solo tiene 24 años y apenas es una
desdibujada imagen del prominente físico, astrónomo y matemático que llegará a convertirse.
Aunque ya ha impresionado a sus contemporáneos por descubrimientos como el del
isocronismo de las pequeñas oscilaciones del péndulo, ni siquiera es académico
y, por esta causa, las conferencias que imparte en la Sala de los Doscientos
del Palacio Viejo en calidad de lector invitado por el cónsul Baccio Valori,
permanecerán durante tres siglos en la sombra, quedando excluidas de la edición
de las Obras Completas que preparó su
último discípulo y responsable de la primera biografía de Galileo que se
conoce, Vincenzo Viviani, al
no haber sido consignadas siquiera aquéllas en las Actas.
Puede decirse así que, a pesar de que en
aquel tiempo ha avanzado notablemente en el estudio de la obra de Arquímedes de Siracusa y de Euclides de Alejandría, Galileo se
encuentra en una situación personal bastante precaria que le impulsa a aceptar
un encargo que puede resultarle propicio para progresar en su carrera
académica. El contexto general no puede resultar más favorable a este respecto.
La Comedia siempre fue un texto que
estuvo situado en el centro de incesantes controversias y disputas. El número
de comentarios de la obra sigue sorprendiéndonos y basta conocer que sólo en el
siglo XIV –Dante murió en 1321– se redactaron al menos una docena, incluyendo los
que le dedicaron los hijos del poeta, Jacopo y Pietro, o el incompleto que firmara
Bocaccio, para hacernos
una idea de la celebridad que pronto alcanzó una obra que propició el
nacimiento de una especie de cursos, a modo de lo que hoy llamaríamos «clubes
de lectura», conocidos como Lecturae
Dantis, en los que se analizaban y discutían los diferentes aspectos
alegóricos, retóricos, teológicos o filosóficos que encerraban los 14.233 versos
distribuidos en cien cantos que conforman la obra.
Benivieni, según las indicaciones de Manetti. |
La presencia predominante de Petrarca y otros poetas en los siglos
siguientes pudo ensombrecer la autoridad del sacro poeta, que en ningún caso, a
pesar de numerosas incomprensiones, cayó en el olvido, como pone de manifiesto
la aparición en 1472 de las tres primeras ediciones impresas de su obra mayor,
lo que no impidió en todo caso que su influencia y reconocimiento sufrieran
constantes altibajos hasta que durante el Romanticismo fuese totalmente
rehabilitado. Sin embargo, en el periodo que precede inmediatamente a la vida
de Galileo, los comentarios de la Comedia,
vuelven a cobrar actualidad. A pesar de que «Dante –la afirmación es de Harold Bloom- era un partido
político y una secta de un solo miembro», las décadas anteriores, como explica
Matías Alinovi en su posfacio a esta edición de Dos lecciones infernales publicada por La Compañía y Páginas de Espuma, habían conocido el
desarrollo de una avivada polémica entre comentadores del poema alentada por
motivos más puramente políticos, de índole nacionalista, que filológicos. Entre
estos estudiosos se encontraba un florentino, Antonio Manetti, que en el
último cuarto del siglo XV había arriesgado una serie de cálculos, elaborados a
partir de ciertos datos obtenidos o inferidos del texto de Dante, acerca de la
precisa arquitectura de su infierno. Manetti, que nunca llegó a poner sus ideas
por escrito –labor que realizaría a su muerte su amigo Girolamo Benivieni- se
convirtió, no obstante, en una verdadera fuente de autoridad en la materia y
pasó a encarnar un modelo ejemplar para aquel templo cultural, heredero de la
Academia de los Húmedos que, bajo el impulso militante de Cosme I de Médicis,
ampliaría su campo de acción, desbordando los límites literarios, hacia los
ámbitos científico e histórico, con la lengua vulgar toscana actuando de
ariete.
Cuando a medios del siglo XVI aparece en
Venecia una edición de la Comedia preparada
por Alessandro Vellutello, intelectual de la ciudad de Lucca, que cuestiona,
incluso haciendo gala de una punzante ironía, los cálculos establecidos más de
medio siglo antes por el florentino y que serían asimilados por Cristoforo
Landino en su edición del poema de 1481, el hecho fue considerado por la eximia
institución como una injuriosa afrenta que tarde o temprano habían de reparar.
El contraataque se haría esperar, en todo caso, otros cuarenta años, recayendo
en un joven matemático al que aguardaba un brillante porvenir, la tarea de poner
las cosas en su sitio reivindicando de paso la «florentinidad» de «il Sommo Poeta», de aquel que encarnaba
a la perfección –como nos recuerda el poeta y traductor Ángel Crespo en su estudio
recogido bajo el título Dante y su obra–
aquel ideal que Galetti vio cumplirse en Guittone d´Arezo, de un poeta religioso y civil «en cuyos
versos fantasía y doctrina, ciencia y fe, persuasión política y fuerte
sentimiento moral, unidos en armónica síntesis, concurren a hacer de la poesía
la guía espiritual de la nación».
Galileo pintado por Sustermans Justus (1636). |
¿Pero, por qué Galileo y por qué el Infierno? Al lector contemporáneo este
tipo de cuitas pueden resultarle difícilmente comprensibles. ¿Qué sentido
tendría, a partir de unas referencias con frecuencia difusas –el propio intérprete
advierte al comienzo de su primera lección que Dante dejó su Averno «algo
ofuscado en sus tinieblas»–, ponerse a especular «acerca de la forma, la
ubicación y el tamaño del infierno» soñado por el más insigne representante de
aquella escuela de gran poesía itálica de los “fieles de Amor”? ¿Es posible
ejecutar un análisis científico, matemático, de un edificio literario que,
según Dante advertía en el Convivio o El convite, se prestaba a múltiples
niveles de interpretación: literal, alegórica, moral y anagógica? O dicho, de
otro modo, ¿era posible ya en tiempos de Galileo intentar armonizar las órbitas
de la geometría y la poesía como en la Edad Media, en la que tales esferas no
se excluían mutuamente?
Evidentemente, a Galileo, dotado también
de una sólida formación literaria en un tiempo en el que los saberes
humanísticos y científicos aún no se habían escindido por completo, estas conferencias
le brindan una oportunidad de poner a prueba sus conocimientos matemáticos y
geométricos, para lo que se valió de una serie de dibujos que se mencionan en
el texto pero que se han perdido, no encontrándose desgraciadamente tampoco entre
los documentos que el pedagogo Ottavio Gigli halló por azar en una biblioteca
pública de Florencia en 1850, entre los que se encontraban estos cuadernos prácticamente
desconocidos. En cualquier caso, como apunta Riccardo Pratesi en su introducción
a Dos lecciones infernales, el único
principio matemático explícitamente mencionado por Galileo es el de las
proporciones, que se remonta a Tales, siendo el instrumento principal de su
análisis el valor π, descubierto por Arquímedes y conocido en toda la Edad
Media.
Todo esto nos conduce a pensar que no era
lo que tenía de reto científico lo que más podía preocupar al autor. Sabedor de
que está fuera de todo método el intentar ajustar unas reglas “reales” de
construcción a un universo de ficción, por importante que éste fuese, y por
sugestiva que resultase la visión del poeta, parece decidido a hacer conducir
sus conclusiones desde el comienzo a aquella tesis más conveniente, que no es
otra, lógicamente que la que defiende, como diríamos actualmente, su
patrocinador. Su «estética matemática» no puede permitirse ser neutral y cuenta
con el suficiente margen de ambigüedad como para que el intento pueda pasar por
sincero. Como dice Alinovi: «intuimos en Galileo un conocimiento acerca de la
naturaleza del problema y una parcialidad respecto a la valoración de la
situación de Manetti».
Y tal vez en este contexto, puestos a
conjeturar, es donde hay que inscribir una de las afirmaciones que más han
sorprendido a algunos críticos después de conocer el texto: allí donde Galileo,
el gran enterrador del aristotelismo aún hegemónico en su tiempo, se declara
partidario del geocentrismo. Caben, a este respecto, como se señala en los
estudios que acompañan a las lecciones, dos posibilidades: que Galileo abjurase
de sus verdaderas creencias en este punto para no granjearse el encono de
aquellos que debían promocionarlo y a los que «por muchas causa me siento
obligadísimo», como él mismo señala al final de su segunda intervención; o
bien, que realmente el genio de Pisa aún no se hubiese alineado definitivamente
entre los defensores de la tesis copernicana. Nuestro conocimiento
retrospectivo del personaje, así como su evidente parcialidad a la hora de
considerar las afirmaciones de Vellutello, parecen dar aliento a la primera
opción, poniéndonos en guardia y haciéndonos desconfiar tanto de su sinceridad,
como de su presunta ingenuidad. Por otro lado, existen determinados indicios
(por ejemplo en el Diálogo sobre los dos grandes
sistemas del mundo, obra escrita en lengua vulgar que desencadenará su
dramático proceso y posterior confesión) que apoyan la tesis de que Galileo
realmente seguiría recelando por entonces de una idea que en un tiempo a él
mismo se le antojó una insensatez –y que al Santo Oficio le resultaría además
«un absurdo en filosofía y formalmente herética», como la que, según dictaba el
modelo copernicano, colocaba al sol en el centro del universo.
Ilustración de Gustavo Doré. |
Que la Comedia, por otra parte, contribuye a ampliar los ya de por sí
borrosos límites de toda ambigüedad, ya no solo en lo que concierne a una
arquitectura infernal sugerida y que solo puede alimentar la aspiración entre
los comentadores a alcanzar el sello de lo “verosímil, sino dado que la obra en
su conjunto es aceptada desde sus orígenes como indudablemente polisémica,
parece un hecho evidente. De modo que si tratar de adivinar la «intentio Dantis» ya resulta, como poco,
una tarea reservada a un grupo de audaces, ensayar una estimación del grado de
convicción con el que el científico expone sus conclusiones sobre el particular
casi tres siglos más tarde de que apareciera publicada la obra, parece todavía
más difícil que calcular con precisión el tamaño del «César del imperio
doloroso», esto es, de Lucifer, según lo designa en el Canto XXXIV el poeta
dentro de una cosmogonía en la que aquel
que «todo luto cría» habría caído sobre la tierra abriendo el pozo del infierno
y provocando el levantamiento de las tierras que lo cubrían en la montaña del
Purgatorio, en los antípodas de Jerusalén. Ahí es nada.
Resulta, pues, inevitable descubrir que
estamos en un callejón sin salida. Si a la combinación de geometría y poesía,
tenemos que añadir una tercera incógnita, en este caso política o de
conveniencia personal del exégeta, el margen de incertidumbre se amplía
considerablemente. Pero, esto, lejos de restarle valor a estas dos lecciones de
Galileo las hace aún más interesantes, insertándolas en una nueva dimensión, en
un plano en el que ciencia y teología, poesía y moral, creación y creatividad,
se entrecruzan. No podemos olvidar, en este sentido que al igual que el
Infierno adecúa su topografía a una escala moral en la que los pecadores son
castigados más arriba o más abajo, esto es, más leve o duramente, en función de
la gravedad de sus culpas, toda la concepción del universo de Dante, «coreógrafo
y arquitecto del más sublime juicio», como lo define Galileo al comienzo de su
primera lección, está encaminada a dotar a la Creación de un objetivo último, según
observa Pratesi, que cumple «su misión final una vez completada la Cándida
Rosa, conciencia universal», con lo que igual la operación emprendida por
Galileo resultará a la postre menos ociosa de lo que pudiera parecer,
contribuyendo a darle al texto su sabor especial, su rareza indesligable de la
propia trayectoria personal del autor.
Si como señala George Steiner en Gramáticas de la creación, Dante “es
nuestro meridiano”, de ahí que volver a él equivale “a medir con la mayor
precisión posible la distancia que nos separa del centro, la longitud de las
sombras de nuestro atardecer actual, aunque tales sombras anuncien un día nuevo
y distinto, eso que el mismo Dante hubiera llamado vita nuova”; si no resulta descabellada la tesis de Harold Bloom
–de nuevo referenciada en El canon
universal– de que el poeta trata en esta obra «sublimemente escandalosa» de
asumir «la función de un Tercer Testamento», de más está decir que no es el
presente un momento en absoluto inadecuado para acompañarlo en su itinerario por
los tres mundos en los que se adentra en la Comedia,
territorios que dejan –siguiendo la imagen del propio Steiner– a «los viajes de
los navegantes de finales de la Edad Media y del Renacimiento», a la altura de
meros «paseos».
Quienes, además, tomen en consideración,
como se lee en el Libro de la Sabiduría,
que «Dios lo dispuso todo, según medida y número y peso», y sopesen el papel
que el valor simbólico de los números, por influencia de la exégesis bíblica,
tenía en la Edad Media, el hecho de que puedan cumplirse exactamente 700 años
desde la publicación de El infierno,
no deja –pese a que acabemos de sobrevivir a un nuevo fin de mundo–, de suponer
un nuevo aliciente para adentrarse en la magna producción de Dante. Al fin y al
cabo, el 7 es el número que se deriva de sumar las virtudes teologales más las
cardinales, y esto, seguro que si pudiéramos consultárselo a los alucinados
editores protagonistas de El péndulo de
Foucault de Umberto Eco,
nos dirían que no puede ser fruto de la casualidad.
Lástima que Galileo, como se encarga de
recordarle el profesor madrileño Antonio Escohotado a sus
jóvenes y no tan jóvenes alumnos de Filosofía y Metodología de las Ciencias
Sociales, a pesar de ser un «platónico, y por tanto, un cierto tipo de pitagórico»,
sea «singularmente opuesto a la numerología mística». Y es que entre el «dolce stil nuovo» del primero y la «scienza nuova» de su egregio
comentarista se abre un abismo tan ancho como la misma boca del infierno, que
es el mismo que separa a la razón como sierva de la fe, del método científico, y
en cuyo profundo fondo caben desde la vieja Escolástica al I-Ching, desde la
Santísima Trinidad a la escatología maya. «No esperéis demasiado del fin del
mundo», rezaba un célebre aforismo de Stanislaw J. Lec. Y es que
quien, en cualquier época, ha avanzado por esa inestable pasarela, traspasando ese
umbral que muchas veces conduce también a una «ciudad doliente», poblada en este caso por la duda y la búsqueda
con frecuencia estéril, ya no podrá refugiarse en los viejos mitos y
supersticiones. Ese peregrino, a su modo, también ha perdido toda esperanza.
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[Este artículo apareció
originalmente publicado en el número de febrero de 2013 de la revista Ojos
de Papel]
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