La filial del infierno en la tierra.
Escritos desde la emigración.
Joseph Roth.
Edición de Helmut Peschina.
Traducción del alemán de Berta Vias
Mahou.
Acantilado. 1ª edición en Colección Bolsillo. Julio de
2012.
Rústica cosida. 13 x 21 cm.
Rústica cosida. 13 x 21 cm.
200 páginas.
PVP: 12.00 €
Apenas rebasada la cincuentena, uno de
los escritores más reconocidos de su tiempo, Stefan Zweig, solo podía mirar con
optimismo hacia el futuro. No era para menos. Al fin y al cabo, después de
considerar sus numerosos éxitos literarios, las profundas amistades atesoradas
durante años, la cantidad y la calidad de las bellezas naturales y artísticas contempladas,
después incluso de que los tormentos que dejó en su ánimo la Gran Guerra, pese
a no haberse apagado totalmente, hubiesen empezado a difuminar sus perfiles
como una cosa ya lejana, cómo no sentirse a salvo, confiado, seguro. Algunos
síntomas de inestabilidad, de incertidumbre, es verdad, habían empezado a
aflorar aquí y allá pero cómo distinguirlos de entre las calamidades
habituales, rutinarias, propias de todo tiempo, incluso de un siglo que, ahora
sí, solo podía caminar en pos de la prosperidad.
Sin embargo, algo va a cambiarlo todo y
la reflexión retrospectiva cambia de sentido bruscamente. Así lo vemos en ese
imprescindible documento de una existencia y de un tiempo que es El mundo de
ayer. Memorias de un europeo, publicado también por Acantilado:
“En un momento así ¿acaso podía sucederme algo malo? ¿Qué? Allí estaban mis libros: ¿podía alguien destruirlos? (Lejos de sospechar nada, así pensaba en aquellos momentos.) Allí estaban mis amigos: ¿acaso iba a perderlos? Sin miedo alguno pensaba en la muerte, en la enfermedad, pero no me venía a la cabeza ni la más remota de las imágenes de lo que aún me estaba reservado por vivir: el hecho de que me vería obligado a volver a ir de país en país, atravesar un mar tras otro, expulsado, perseguido y despojado de la patria, que mis libros acabarían quemados, prohibidos y proscritos y mi nombre, estigmatizado en Alemania como el de un criminal, y que los mismos amigos cuyos telegramas y cartas tenía encima de la mesa palidecerían al toparse conmigo; que era posible borrar sin dejar rastro todo lo que yo había hecho con tenacidad a lo largo de treinta o cuarenta años, que toda esa vida, asentada sobre pilares tan sólidos y en apariencia tan imperturbable como en aquel momento, podría desintegrarse y que yo, hallándome tan cerca de la cima, podría verme obligado a empezar de cero, con las fuerzas ya un poco cansadas y el alma trastornada”.
Stefan Zweig y Joseph Roth, dos amigos con un final trágico. |
Su estupor nos sigue chocando y, al mismo
tiempo, no puede parecer más justificado. En un primer momento, ni uno de los
hombres más preclaros del momento, Sigmund Freud fue capaz de prever la
magnitud del drama. Él mismo se encargó de proclamar que como fenómeno
psicológico, el nazismo no le podía sorprender y, de este modo, ante las
reacciones que a nivel mundial suscitaron las primeras quemas de libros, el
médico vienés, amigo muy querido también de Zweig, llegó incluso a resumir a
preguntas de un periodista aquellos hechos de un modo sarcástico como un “avance”
en la historia humana: “En la Edad Media ellos me habrían quemado. Ahora se
contentan con quemar mis libros”, dijo el autor de El malestar en la cultura –que
terminaría milagrosamente escapando a Londres cuando la suerte de Europa estaba
echada– sin recordar, o sin querer recordar lo que un siglo antes había profetizado
el poeta Henrich Heine: “Allí donde queman libros, acaban quemando hombres”. Desde
la destrucción de las primeras tablillas sumerias, desde el incendio de la
Biblioteca de Alejandría, desde los tiempos en que Teodosio y Valentiniano
dirigían grupos que iban de casa en casa confiscando los libros condenados por
el Concilio de Nicea, este fenómeno se ha sucedido una lógica implacable,
consumando su cíclica y fatal repetición. Un olvido imperdonable.
Joseph Roth fue, sin embargo, desde un
primer momento mucho menos optimista que Zweig y se lo llega a reprochar varias
veces en las cuatro cartas que cierran este libro de apenas 200 páginas que
ahora publica Acantilado por vez primera en edición de bolsillo. Su condición
de ex militar; de periodista baqueteado en mil batallas; el no haber gozado
como su amigo de una fama mundial, aunque la publicación de Job y,
especialmente de La marcha Radetzky (1932) –donde relata a través de los
acontecimientos que viven tres generaciones de una misma familia la decadencia
de aquel imperio multiétnico con capital en la cosmopolita Viena al que siempre
estuvo nostálgicamente unido–, lo situaron con Musil, Broch o el mismo autor de
Carta a una desconocida, entre los más prestigiosos creadores del periodo de
entreguerras; su pronto desengaño de los ideales socialistas –que le llevó a
firmar incluso con el pseudónimo “Joseph el Rojo”– que pudiera albergar después
de conocer personalmente la URSS; y, con toda seguridad, su carácter, mucho más
tendente a la introspección, a la autodestrucción –a lo que contribuyeron en
buena medida algunas circunstancias biográficas, como los trastornos mentales de
algunos sus más allegados, como su padre, que lo abandonó de niño para
suicidarse más tarde, o su propia esposa, protagonista de un continuo
peregrinar de internamiento en internamiento, circunstancia ésta que le
hizo dudar a él mismo de si no
terminaría perdiendo la cordura–, le
hicieron advertir inmediatamente que el nacionalsocialismo era una amenaza
mucho más seria de lo que otros contemporáneos quisieron comprender. En una de las cartas
citadas, fechada en marzo del 33, ya anota que “es demasiado tarde” y comparte
con Zweig su deseo de que se produzca una guerra “lo más rápida posible”.
Asimismo, tan solo un año después,
mientras la mayoría sigue prefiriendo mirar para otro lado, él adelanta una de
las más precisas y expresivas descripciones del nuevo régimen, una alegórica
cronografía que es al mismo tiempo una expresionista etopeya. Lo hace al final
de un artículo publicado en el Pariser Tageblatt y servirá para dar nombre a la
presente recopilación:
“Ningún corresponsal –dice Roth– puede hacer frente a un país en el que, por primera vez desde la creación del mundo, no sólo se producen anomalías físicas, sino también metafísicas: ¡monstruosas creaciones del infierno! Tullidos que corren; incendiarios que se prenden fuego a sí mismos; fratricidas que son hermanos de asesinos; demonios que se muerden su propio rabo. Es el séptimo círculo del infierno, cuya filial en la tierra lleva por nombre Tercer Reich”.
A pesar del patetismo que refleja el
pasaje anterior, a los tiranos contemporáneos les achaca, no obstante, una
total “falta de personalidad” que los convierte, a su juicio, en únicos en la
historia. Roth atribuye a una especie de nuevo fenómeno psicótico, a una
“especie de pubertad retardada” esta deformidad. Pero, si le cuesta describir a
los verdugos, algo similar le sucede con las víctimas, especialmente con quienes
pretenden ilusoriamente permanecer al margen: “¡Jamás los elegidos para que
sobre ellos se ejerza la violencia han complacido de tan buen grado a quienes
la ejercen! ¡Jamás –dice Roth nada menos que en 1936, más de cinco años antes
de que en la conocida como Conferencia de Wannsee, quedara sellado el destino
de millones de judíos europeos– hubo una aglomeración tan grande de reses
dispuestas a dirigirse al matadero!”
Desde la ascensión de Hitler al poder hasta
que en mayo de 1939, consumido por el alcohol, falleciera en la ciudad de París –donde vivió buena parte de sus últimos años
y donde, asimismo, publicó o escribió gran parte de estos artículos–, su
itinerario muestra grandes paralelismos con otros escritores judíos perseguidos
por el nazismo. Así, tras abandonar Berlín –donde reside durante más de una
década– camino de Viena, se ve obligado una vez más a huir, apenas unos meses
más tarde, esta vez tras producirse el asesinato del canciller Döllfus, un
hecho de una fenomenal trascendencia que para Roth marcará un antes y un
después en la historia de Austria, lo que influirá decisivamente –como no se
cansa de repetir– en el destino de todo el continente.
Quema de libros en el Berlín nazi en 1933. |
Mientras va trasladándose de una ciudad a
otra, toma conciencia no ya solo de que sus libros son quemados en Alemania, de
que su obra ha sido proscrita, sino de que un exilio aún más oscuro, una
especie de inédita muerte en vida, se cierne sobre él. Este es un suceso del
que ofrece abundantes testimonios a lo largo de los artículos que integran el
volumen hasta el punto de que se convierte – como no podía ser de manera
diferente tratándose de alguien que ha hecho del lenguaje, y más concretamente
de la lengua alemana su principal instrumento de conocimiento y comunicación–, en
una verdadera obsesión. Todavía, en los primeros tiempos, durante los primeros
meses de 1933, se puede permitir recordarle a Gottfried Benn, grandísimo poeta
afecto al nuevo régimen –así lo hace en el artículo que abre el libro–, no ya
solo que “la literatura alemana no conoce los límites de un Estado”, sino que
“donde quiera que se encuentre el poeta alemán, allí estará Alemania”. Pero,
conforme los meses se suceden, esta convicción, sin debilitarse, va haciendo
más ostensible y dolida su impotencia y frustración. Pronto reconoce que la
literatura alemana se ha puesto al servicio de una determinada idea nacional
–llegará a decir en algún momento que “el patriotismo ha asesinado a Europa”–,
que yace sepultada bajo la vida oficial, la única consentida y, paulatinamente,
a las muchos aflicciones que le produce la deriva nacionalsocialista se le une
una más que afecta a su esencia misma como escritor.
Esta percepción acerca de la
imposibilidad de una Europa verdaderamente unida no es, sin embargo, recién
adquirida. Resulta significativo a este respecto y es otra prueba de la
perspicacia del autor cómo, por ejemplo, en un determinado momento de Fuga sin
fin –obra de 1924 en la cual se narra el desdichado viaje de Franz Tunda desde
que sirviera al ejército austríaco en calidad de teniente durante la Primera
Guerra Mundial– el protagonista, convertido ya en un apátrida desencantado y,
tras haber pasado como hará el propio Roth por la URSS, Berlín y París, le
espeta a un grupo de franceses: “Ustedes quieren conservar una comunidad
europea, pero primero tienen que crearla”. Esta capacidad de penetración que
roza en ocasiones los límites de la clarividencia, explicaría el que no le
espantara por impensable –sí, en todo caso, por obtuso y ridículo– el Concordato
entre el III Reich y la Santa Sede, ni se
rasgara las vestiduras ante las piras de libros de las que él mismo es víctima.
“Sí, hemos sido derrotados”, escribirá en el otoño de 1933 mientras asume con
resignación que el III Reich no podía ser más que una “consecuencia natural”
del imperio de Bismarck. La única diferencia viene a ser para Roth de grado,
pues solo Hitler y su cuadrilla habrían tenido el atrevimiento de consumar lo
que siempre se propuso Prusia: “quemar los libros, matar a los judíos a golpes
y falsear el cristianismo”.
Precisamente en la persecución a los
judíos quiere ver este conservador monárquico convertido al catolicismo que
participó en la Gran Guerra luchando junto a Alemania en las filas del ejército
imperial austríaco –él siempre se atribuyó su condición de viejo teniente del
ejército imperial, lo que era bastante más que dudoso–, el odio a Jesucristo y
a la cruz, de tal modo que creyendo odiar en los judíos “la afición al dinero,
a la usura y a la explotación” en realidad los nazis odiaban “el sufrimiento,
el dolor que supone el amor”. En cualquier caso, esto no impedirá que hacia el
final de su vida, llegue en algunos momentos a felicitarse por su propia
condición de perseguido, primero por resultar siempre preferible ser un
“escritor alemán de sangre judía y conocer la miseria corporal, aunque también
la libertad física del exilio”, a “quedarse en un país en el que la lengua está
paralizada, el oído sordo, el ojo cegado…”; y en segundo lugar, porque “de un
modo paradójico y casi sacrílego” –según describe en tono desesperanzado–, a la
vista de que entre los emigrantes judíos hay muchos que de no ser por la
legislación racial se habrían convertido en bravos secuaces de las SA y de las
SS, “podría decirse que Dios ha preservado a los judíos del pecado y por medio
de la desdicha les ha concedido la dicha”. La dicha de no convertirse en un
asesino. O algo peor.
Poco a poco, el tono se va volviendo más
sombrío. Cada día se siente más olvidado, un escritor sin patria en un tiempo
en el que los escritores, no ya los judíos alemanes sino incluso aquellos más célebres
y leídos, raramente viven de sus obras, y al tiempo que su situación económica
se vuelve más precaria, su propia labor
de escritor se le antoja estéril. Mucho antes de que Sartre se pregunte para
qué sirve la literatura mientras un niño muere de hambre y genere uno de los
debates intelectuales más apasionantes del siglo, Roth no puede evitar rumiar:
“¿Qué son mis palabras frente a los cañones, los altavoces, los asesinos, los
insensatos ministros, los diplomáticos indecisos, los estúpidos entrevistadores
y periodistas que por el megáfono de Nuremberg escuchan las confusas voces de
este mundo de Babel?” Nada de particular tiene, por tanto, el que, incapaz de reflexionar el “tema” de
un artículo, llegue a arrancar, según propia confesión, un par de páginas de
diario “como si se tratara de un mensaje en una botella” para su publicación en
el Das Neue Tage-Buch de París.
Cuando en “Misa de difuntos” llora Roth
la pérdida de una Austria, “órgano vital de sus entrañas”, que camina hacia la
anexión de por parte del Reich, con la aquiescencia del resto del “mundo
civilizado” está certificando el fallecimiento de una cultura. El último país
al que huían las grandes sombras de Alemania sin pasaporte –habla de Goethe,
Kant Schiller…– ha caído, y cualquier posibilidad por parte de los hombres
decentes de hacerse oír hace mucho que se desvaneció. Cuando la mentira
convertida en ruidosa propaganda ha reemplazado por completo a la verdad –tan discreta
ésta que solo requiere de propagación–, queda poco margen para la esperanza. El
escritor de esta época –escribe en la Navidad de 1938, su última Navidad– “sabe
que el oído del lector está ya repleto de una acumulación de palabras
adulteradas, malgastadas, despedazadas, contrahechas”. Y, sin embargo, aún
persiste, resiste, es capaz de hallar –como sentencia en uno de sus artículos
más luminosos de su última etapa, el titulado “Al final es la palabra” – unos
rescoldos de fe “en la fuerza inminente de la palabra verdadera, de la palabra
auténtica, llena de sentido, aquella que viene de Dios y del alma”.
Ese “brillo de lo estéril” que lo
acompaña durante aquel periodo final, y que contrasta vivamente con el carácter
imperativo de su necesidad de escribir, posee mucho de grito desesperado y errático
emitido en un mundo, lanzado contra ese mismo mundo, que él mismo llega a
calificar con luciferina claridad como creado no a partir de la palabra de
Dios, “sino de una errata de Satanás”.
La última etapa en la vida del autor de La
cripta de los capuchinos, otra de sus últimas obras, fue especialmente
dramática. En 1938 llegó a sufrir un infarto del que ni siquiera da cuenta en
los documentos compilados en La filial del infierno…-, y la muerte le llegaría
unos meses más tarde, a los 45 años, consumido por el alcohol, tema al que dedica
su último relato, La leyenda del Santo Bebedor, obra que finaliza con una frase
tristemente célebre: “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y
hermosa muerte”. Pero, a pesar de sus múltiples quebrantos –anticipando al
Celan que después de la guerra declarará que “un poeta no puede dejar de
escribir, mucho menos si es judío y su idioma de escritura el alemán” –, no
dejó de poner por escrito sus ideas en ningún momento, de clamar contra la indiferencia
de los “neutrales” – aquellos pobladores de un mundo “apático y sordo,
desconfiado frente a los que dicen la verdad y confiado frente a los que
difunden la mentira” –, la inanidad de las instituciones establecidas, el
“dinamismo” estremecedor del nacionalsocialismo, o el “esnobismo wagneriano” de
los vecinos de aquella nueva Alemania que, absortos por la teatralidad del
espectáculo que tenían ante sus ojos, eran incapaces de articular una respuesta
contundente al tiempo que juiciosa. Si todo este trabajo lo hizo, como le dijo
en cierta ocasión a Zweig, para huir de una realidad aplastante, es algo que
cada uno debe responder por sí mismo.
Entrada a los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau. |
Joseph Roth fue enterrado en el
cementerio Thiais, a las afueras de París. Se cuenta que a su entierro acudieron
tanto católicos como judíos, monárquicos como él pero también comunistas.
Todos, como él hubiera deseado, dejaron aparcadas sus diferencias por unos
instantes para honrar a aquel hombre en cuya tumba quedó escrita esta lacónica
inscripción: “Escritor austríaco muerto en París”. Con ese último gesto, vivió
lo justo para no asistir al último capítulo de aquella descomunal tragedia
tantas veces entrevista, tantas veces anunciada. No supo así de la aniquilación
de algunos de sus seres más queridos obligados a desaparecer en campos de
concentración. Su mujer, que desde 1929 había recorrido diferentes centros
mentales a causa de su esquizofrenia, fue sometida en aplicación de las leyes
eugenésicas aprobadas por el III Reich, a una “eutanasia legal”.
Nos dejaba, entre otro puñado de obras
memorables, este libro purulento, un
volumen imprescindible escrito con un estilo seco, preciso –fue Cabrera Infante
el que definió al Roth novelista como un “caricaturista de genio” capaz de
desvelar en dos frases la entera biografía de un personaje–, lúcido e incluso
irónico, aunque como es de esperar esta
causticidad, más visible no ya solo en su obra de ficción sino en
recopilaciones como las célebres Crónicas berlinesas, con las que comparte
alguno de los 34 textos aquí recogidos, cede terreno a otros tonos. Un libro,
en suma, que nos ayuda a seguir intentando comprender el camino que conduciría
directamente a lo que Reyes Mate llamaría, pasados los años, intentando
descifrar el averno todavía más literal y ardiente de los campos, “lo
impensable”. Recorrer este libro supone, pues, también avanzar sobre unos
raíles que sabemos sobradamente hacia dónde nos llevan.
José María Matás.
[Artículo aparecido en el número de septiembre
de literaturas.com]
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