Hace unos días el periodista Gervasio Sánchez compartía en su página de Facebook, bajo el título PETICION DE UNA FOTOGRAFIA GRATUITA DE RANDOM HOUSE MONDADORI A SAMUEL ARANDA, el intercambio de correos entre un empleado del citado grupo editorial y el prestigioso fotógrafo catalán, dado a conocer por este último como forma de repulsa ante las abusivas prácticas de esta empresa a la hora de solicitar determinadas colaboraciones para una de sus publicaciones. En sólo unas horas cientos de personas compartieron el estado, siendo también numerosas quienes dejaron sus comentarios, casi de forma unánime, para criticar la mezquina política desarrollada en este caso por una de las más grandes corporaciones del libro a nivel mundial.
Para quien no sepa de lo que hablo, le
resumiré brevemente la cuestión. Un responsable de la editorial, en concreto de
su filial Grijalbo, se puso en contacto con el fotógrafo para solicitarle una
de sus imágenes para la edición de un libro ilustrado sobre el grupo
Extremoduro que estaban preparando. A vuelta de correo Aranda le preguntó por
las condiciones de la colaboración, a lo que el primero le indicó que “de momento”
los fotógrafos con los que habían hablado estaban colaborando
“desinteresadamente” ya que se trataba (atención) de un libro sobre
Extremoduro, pero que dentro de las posibilidades presupuestarias podrían
“mirar a ver”. Con semejantes planteamiento y nudo el desenlace difícilmente
podía ser otro. Aranda le recordó a su interlocutor que tenía la “manía de
cobrar” por su trabajo al tiempo que le manifestaba la sorpresa que le producía
el que una gran empresa como Random House Mondadori anduviese por ahí “pidiendo
fotos gratis”. El intento de aclaración por parte del editor sólo pudo echar
más leña al fuego, siendo probablemente la última frase la que terminó de
indignar al fotógrafo: “No por ello restamos importancia ni valor a su trabajo,
todo lo contrario, ya que sino (sic) no intentaríamos que estuviese en el
libro”. Ante tales argumentos, al fotógrafo, cabe suponer que en estado de
creciente autocombustión, no le quedó más remedio en su último mensaje que
preguntarle retóricamente al contacto si es que acaso Extremoduro (que
probablemente sean los que menos estén al tanto de todo esto), Random House y
él mismo no cobraban por su trabajo, mandándolo en último término a freír
becarios.
Fin de la historia.
El tema no es nuevo y, como sabe
cualquiera que pulule no ya sólo por el mundillo editorial sino por cualquier
esquina de la “industria cultural” –por acotar un poco el espacio–, es un
fenómeno, especialmente en tiempos de crisis como los actuales, tristemente
cada vez más frecuente. Las redes
sociales están contribuyendo a darle visibilidad a este tipo de casos y es
raro es el día en que no escucha uno a un ilustrador, un diseñador, un escritor
o cualquier otro tipo de “externo” lamentarse por los abusos que se producen en
el ámbito de la creación. El miedo a represalias entre quienes tienen trabajo y
el temor a que nunca cuenten con sus servicios, en el caso de los que aguardan
una oportunidad, es lo único que impide que conozcamos más ejemplos, a pesar de
que sean vox populi. Los que perciben
una remuneración se quejan de que cada vez cobran menos, buen parte no cobra y
otros muchos hace tiempo que decidieron empezar a pagar.
Entre los primeros podemos
encontrarnos casos como el de los correctores (supongo que a los traductores les
pasará tres cuartas partes de lo mismo), quienes se quejan de que cada vez
deben afrontar una realidad más precaria (como dijo un exiguo representante de
la patronal: trabajar más y ganar menos), con los “erráticos” resultados que
están a la vista de todos; mientras que en el otro extremo hallamos a quienes directamente
deben pagar, sí, señores, pagar, no es
una metáfora, no es una hipérbole, pagar para poner a la vista del público
sus denuedos. Muchos se sorprenderían de cuántos autores, por ejemplo, se ven
obligados a vaciar sus bolsillos. No hablamos de los grandes, tampoco de una
parte cada vez más reducida de los medianos; hablamos de muchísimos menos conocidos que, no
se olvide, son quienes forman la mayoritaria base de la pirámide cultural. De no existir gente
dispuesta a correr con sus propios gastos no se explicaría cómo podrían
publicarse en España más de 60.000 títulos al año.
La cosa más o menos funciona del
siguiente modo. Puede ocurrir que un escritor, harto de que su manuscrito sea rechazado, decida correr con los gastos
de la publicación. Si tiene unos conocimientos mínimos de diseño podrá
maquetar él mismo la obra: luego no quedará más que acudir a la imprenta más
cercana y encargar 500 ejemplares de los que, quitados familiares y amigos e
inútiles envíos a periódicos –pues nadie estará dispuesto a leer, no digamos reseñar
un libro nacido en tan triste cuna–, le quedarán almacenados en el trastero
otros 300: carne de papel reciclado. Es la autoedición. Más barata, desde
luego, si se opta por la opción digital, aunque esto supone seguir escalando en
la pantonera de lo invisible. Luego está
la modalidad llamada de colaboración o de coedición, muy extendida en
géneros minoritarios como la poesía, consistente en pagar a una empresa por que
te preste los servicios normales de una editorial (maquetación, corrección,
impresión, publicidad, distribución y demás vainas legales y de gestión) por un
“módico precio” y, si eres lo suficientemente bueno, faltaría más, para formar
parte de su catálogo, recibiendo a cambio un trato casi equivalente al de sus
autores alpha. No es autoedición, te dirán, ni siquiera con esta aportación
cubrimos los gastos, insistirán. Todos
salimos ganando. Somos carne y hueso. El hueso, claro está, es el autor que
ha de pagar por ver su nombre en una portada mientras sueña disparatadamente con
el día en que un editor llame a su puerta y le diga: tranquilo, hombre, que no
pienso cobrarte nada. Eso sí. Los gastos de desplazamiento a las presentaciones
te los pagas tú.
Muchos critican estas fórmulas. Quien así
actúa es sólo un vanidoso, un aficionado, los buenos al final llegan… Y a veces es cierto, pero nos
olvidamos con frecuencia que si muchos autores repudiados por la industria no
hubiesen decidido correr con los gastos de su trabajo, grandes obras maestras de la literatura ni tan siquiera habrían llegado
a nuestras manos. Sobran los ejemplos: El
túnel de Ernesto Sábato, sin ir más lejos. Claro que siempre habrá quien
piense que habría sido más digno quemar los manuscritos y no darle siquiera una
oportunidad a la de común tacañérrima posteridad. Al fin y al cabo, nadie los
ha llamado. Que se dediquen a otra cosa, hombre ya.
Entre ambos extremos, decíamos, se encuentra aquel que ni cobra ni paga, aunque en realidad podemos considerarlo como un
subgénero de este segundo grupo, porque no hace falta ser muy avispado –por
mucho que resulte más cómodo mirar para otro lado– para darse cuenta de que es
necesario invertir ingentes dosis de tiempo y dinero por ganarse el derecho a
trabajar un día sin recibir un duro a cambio. Ni siquiera prestigio pues,
socialmente, tal práctica no es propia de intelectuales sino de pánfilos.
Además, si no cobra, es que no será tan bueno. Touché. Posiblemente recuerden la polémica que se montó hace unos meses al aparecer la edición española
del Huffington Post. Muchos blogueros pusieron el grito en el cielo por que
el flamante nuevo portal digital de noticias de Prisa, franquicia de la célebre
cabecera estadounidense, no pagase a sus colaboradores. La propia directora del
portal, la periodista Montserrat Domínguez incluso se paseaba ufana por los
micrófonos de la SER afirmando que sólo eran ocho en la redacción, pero que
hacían de todo. Qué excitante, ¿no? Sin embargo, a algunos
no les pareció tan guay y, aún reciente cierta campaña avivada en twitter (#gratisnotrabajo) en torno a las penosas condiciones
laborales de la profesión periodística (no, aún no se había producido el ERE en
El País), cargaron las tintas ante la adopción de esta empresa,
referente de la izquierda mediática (sic), de prácticas tan agresivas de libre
mercado. Ejem. Como en el caso de Random
House, aquí tampoco se obliga a nadie a colaborar por la cara. La pregunta de
nuevo sería: ¿es ético? ¿Se pueden exigir desde un púlpito medidas para paliar
la crítica situación de muchos trabajadores cuando no se predica con el
ejemplo? ¿Y de la otra parte? ¿Deberían, como Samuel Aranda, negarse todos a
hacerlo? ¿Incluso cuando se quiera utilizar el medio como plataforma para
llegar a un público masivo difundiendo un mensaje de fraternidad? ¿Incluso
cuando, en este caso la de escribir, no sea su actividad principal?
El poeta Kepa Murua, responsable durante
16 años de la editorial Bassarai, que él mismo fundó y quien, por cierto, acaba
de publicar ahora su primera novela, ha sido una de esas voces que en los
últimos años se han alzado para defender, obviamente sin éxito, la necesidad de que los poetas reciban un
retribución digna por su trabajo. En una nota de la primera parte de sus
memorias, recién aparecida, titulada Los
pasos inciertos podemos leer: “Los poetas deberían reivindicar sus derechos
como autores. Si los traductores lo hacen, no sé por qué los poetas no
responden con expectativas profesionales a los trabajos realizados. Con las
instituciones sucede otro tanto, a numerosas invitaciones por participar en
eventos o congresos de poca monta deberíamos negarnos por una cuestión de
dignidad profesional”. En otro momento,
más rotundamente, escribe: “Por unos cuantos euros [los poetas] son capaces de
recitar como si nada”. Casi cualquiera podría suscribir este tipo de
reivindicaciones y lamentos. Es un caso, cabría decir más que nunca, de
justicia poética. Pero, cuántos recitales habría en España con esta máxima por
bandera. ¿Y libros de poesía? ¿Cómo hacer compatible la dignidad del escritor
con su legítima y natural necesidad de darse a conocer, de llegar a un público,
en un país sin lectores y, por lo tanto, sin nadie dispuesto a comprar lo que
tú vendes? Un país en el que pagar 50 euros por ver a tu equipo es un chollo y
20, 15 ó 12 por el fruto de años de callada y resistente dedicación una estafa…
Pero volvamos de nuevo al caso que nos ha
traído hasta aquí, el del libro de Random sobre Extremoduro. Partamos de la
base de que todos los colaboradores deben cobrar. Percibir una retribución justa
según currículo, según valía. Centrémonos sólo en los fotógrafos. Imaginemos
que van a contar con 50 de ellos y que cada fotografía va a ser tasada en 500
euros de media (son todavía 300 menos de los emolumentos que reclamaba por su
trabajo Aranda). Si el libro, un lujoso álbum biográfico, necesitase de unas
200 imágenes, por ejemplo, los gastos por este único concepto, ascenderían, si
no me fallan las cuentas, a 100.000 euros. ¿Sería viable el proyecto cuando se
le añadan el resto de gastos fijos? Parece improbable. Random tendría, por lo
tanto, que renunciar al mismo. ¿Quién
saldría ganando entonces? Todos los que se benefician actualmente,
maquetadores, correctores, miembros de prensa, el distribuidor, el librero, el
grupo, por supuesto, incluso los fans, no recibirían nada, es decir, una
cantidad idéntica a la de quienes no cobrarán por ceder graciosamente sus
derechos, que ahora, además, tampoco tendrán la oportunidad de mostrar su
trabajo dentro de un atractivo escaparate, quién sabe si atrayendo la atención
de posibles clientes dispuestos, esta vez sí, a pagar.
Ya, me dirán, esa es la estrategia de la
editorial. Has caído en la trampa,
Librófago, debería darte vergüenza. ¿No ves que por eso es una práctica tan
perversa, prácticamente un chantaje? Sí, lo veo: es un círculo vicioso que
favorece al pez grande en primer lugar y sólo muy secundariamente al resto de
chanquetes implicados, que han de luchar entre sí para repartirse las migajas.
De acuerdo, puede que tengáis razón; me podéis llamar activo tóxico. Pero tratar de esquiroles, como muchas
veces sucede, a quienes no van con la factura por delante, ¿no es ya demasiado?
¿Qué harían la mayoría de revistas culturales, aparte de desaparecer, que
actualmente funcionan en nuestro país si aplicáramos tales estándares?
Evidentemente, lo de te pagaremos “con visibilidad” se está convirtiendo en una oferta
demasiado habitual. Es triste. Es siniestro. Aquí podría citar varios
ejemplos personales, desde ambos lados de la barrera, pero prefiero no
contaminar esta reflexión general, más intrincada de lo que hubiera deseado,
con mi propia y sangrante realidad. No hoy, al menos. Prefiero quedarme, por
encima de cualquier otra consideración, con el hecho de que es importante discernir
entre quienes pudiendo pagar, optan por esquilmar al profesional para aumentar
su margen de beneficios; y quienes, lo que es muy, muy frecuente, directamente
no pueden ofrecerte una remuneración, porque incluso pierden dinero con sus proyectos
(algunos tremendamente valiosos) y han de superar en muchos casos el pudor que les
invade antes de intentar siquiera ofrecerte una colaboración que, qué más
quisieran, no podrán abonar sino con todo aquello con lo cual no se come:
afecto, respeto, agradecimiento. No se trata de mucho te quiero perrito pero
pan poquito cuando no hay pan ni perro. Y a menos que consideremos más deseable
el que directamente todas esas “empresas” desaparezcan habrá que aceptar esta
realidad como un mal menor, presionando como consumidores de cultura para que
estos proyectos maduren y, ya sea a través de la venta, la publicidad u otras
fórmulas de colaboración, puedan estar en disposición algún día de pagar a sus
colaboradores y, todavía así, reportar beneficios a sus impulsores.
El tema, como creo que se infiere si no
me he explicado demasiado mal, es sumamente complejo y delicado, y no podemos
ceder a intentar reducirlo aplicando cierta cómoda dialéctica del amo y el
esclavo. Podemos echar en la pira a una editorial, especialmente si es, como en
este caso, una multinacional (personalmente no siento una especial debilidad por Random,
como sabrán quienes se paseen por este blog de vez en cuando, lo que no quita que entre sus muchos sellos nos regalen trabajos admirables de vez en cuando); podemos sentir
incluso la tentación de tachar de colaboracionista, de mamporrero, porque a mí a
humilde y digno no me gana ni Dios, al intermediario, al empleado que intenta
hacer encaje de bolillos con un presupuesto exiguo, negociando con el impresor,
el distribuidor, los autores, etc, por un, casi siempre, modesto salario;
podemos satanizar a quienes voluntariamente, o porque no les queda otra (sí, ya
sabemos de parte de quiénes estamos todos en Las uvas de la ira), ceden gratuitamente su trabajo, un trabajo
quizá por el que ya cobraron previamente y que consideran amortizado. Y, por
supuesto, podemos y debemos indignarnos cuando tenemos la sospecha de que se
está produciendo una estafa.
La
postura de Samuel Aranda, un fotógrafo, por cierto, excepcional, en todo este
asunto me parece natural y lógica.
Dada su posición de privilegio, ganada a pulso en los más terribles escenarios,
cuenta con la suficiente autoridad para que su actitud revista carácter de
ejemplaridad. Y me parecería irreprochable si no fuera por dos aspectos que
debo reseñar. Por un lado, creo que nada justifica el que reproduzca el nombre
de su interlocutor. Me da igual que sea éste quien le traslada la invitación.
Todos sabemos que se limita a seguir las directrices que le han marcado y, por
lo tanto, por mucha que sea su connivencia o su complicidad, no considero que merezca
ser expuesto de esta forma, cargando con la culpa de otros. Sin embargo, pareciéndome
esto reprobable, lo que menos puedo compartir es el cierre del último correo
del fotógrafo. Allí donde dice: “Estoy seguro que
encontraréis fotógrafos amateurs o estudiantes que quieran dar gratis su
trabajo por el simple hecho de que su nombre aparezca en el libro, seguro que
lo conseguís!, en fin…” Me parece muy poco edificante que lo que Aranda
no desea para él mismo le parezca adecuado para otros. O la dignidad es deseable
para todos o nos dará por pensar que lo que a él realmente le ha molestado es
que no se le acercasen como el gran fotógrafo que él es (que, insisto, lo es),
que no le hayan dispensado el venerable trato que se merece un profesional de
su talla. ¡Usted no sabe quién soy yo!, que decía el otro. Algo que, dada su
juventud (y su arte), me resultaría, pues deseo estar equivocado, doblemente
chocante.
En definitiva, considero que debemos
tener sumo cuidado con las
generalizaciones y las excomuniones colectivas. Sé que es nadar
contracorriente, pero pensar que son los creadores quienes han malacostumbrado
a la sociedad, al no exigir un salario justo (como si eso fuera así de sencillo,
como si no hubiera mil en cola esperando a ocupar tu puesto) es no querer darse
cuenta de que es esa misma insolidaria sociedad que está en cabeza del pirateo
a nivel mundial, la que está conduciendo, empujada por los ineptos y codiciosos
que nos gobiernan –figuritas de nuestro mismo barro–, a la marginalidad a buena
parte de sus creadores, ahondando el abismo en el que ya estamos inmersos. La
luz arriba, cada vez más chica. Empecemos como ciudadanos dando ejemplo,
exijámosles a las empresas que lo de “responsabilidad social corporativa” no se
quede en un bonito rótulo; probemos a no votar a partidos corruptos ni consumamos
productos de marcas opacas. ¿Criticas la sociedad lobotomizada por el consumismo pero te falta tiempo para hacerte con el último móvil, la más rutilante tableta, la app más de moda ? ¿Te revelas contra el
maltrato animal pero no te importa de dónde proviene el filete de pollo que te
estás comiendo? ¿Estás dispuesto a pagar más por un comercio justo? ¿De verdad?
Ah, que entonces no te llega. Y si tanto te molestan las políticas de
privacidad de Facebook, ¿qué carajo haces ahí todavía perdiendo el tiempo? Hay
más dignidad que vergüenza.
No, esta no es esta una guerra entre
profesionales y aficionados. Ni entre incorruptibles y trápalas. Tampoco es una
batalla entre el empresario explotador y el sufrido trabajador. Ojalá fuera así
de sencillo. Localizado el enemigo bastaría con levantarse todos a la vez y
decir: ¡uh! Pero la línea es demasiado fina. Más bien da la sensación a veces
de ser una desesperada guerra de todos contra todos por la supervivencia. Y que
yo recuerde, los más aptos nunca han sido necesariamente los mejores.
¡Estupendo artículo!
ResponderEliminarMe recuerda una vez que me invitaron a hacer un trabajo académico en la UAM, y me dijeron (con sorna) que me iban a pagar, pero que no era una "cantidad simbólica", porque el dinero era real, pero que era simple y llanamente poco (y bastante poco).
¡Gracias, Jesús!
ResponderEliminarEfectivamente, qué poco hablan los manuales de Economía de la "cantidad simbólica", pese a ser un concepto tan extendido. Por no hablar de "la voluntad", claro. Marx habría alucinado.
Por cierto, cuánto me alegra que visite este rinconcito. Aprovecho la ocasión para felicitarle por su blog, A bordo del Otto Neurath. A quien no lo conozca sólo puedo recomendarle su inmediato enrolamiento.
¡Un saludo!
E.L.