Medusa.
Ricardo Menéndez Salmón.
Seix Barral.
Tapa blanda; 160 páginas.
PVP: 17’50€.
ISBN: 9788432210068.
Fecha de publicación: septiembre de
2012.
“El hombre que, quizá, es la cumbre, no
es más que la cumbre de un desastre”. George Bataille, El culpable.
“La mayor nobleza de los hombres –escribía
Ernesto Sabato en su libro
de memorias Antes del fin– es la de
levantar su obra en medio de la devastación, sosteniéndola infatigablemente, a
medio camino entre el desgarro y la belleza”.
Las palabras del escritor argentino, autor de algunas de las más atormentadas
y cautivadoras novelas en lengua española del siglo XX nos permiten sumirnos de
lleno en el espíritu de una obra como Medusa,
el último título publicado hasta la fecha por el asturiano Ricardo Menéndez Salmón
y que constituye una feraz aunque inevitablemente circular reflexión sobre el
Mal que se enseñoreó del siglo XX. De esta voluntad (que a su vez anima toda auténtica
representación) a la que alude el escritor de Sobre héroes y tumbas participan de algún modo tanto el narrador, un
personaje más de la novela, como el gran protagonista del libro, el ambiguo,
complejo y enigmático Prohaska, cuya “nobleza”, en todo caso, está puesta más
que en entredicho, constituyendo el sentido de su actitud ante los acontecimientos
de los que es testigo y que expone a nuestra mirada, uno de los salmeres, si es
que no la clave de bóveda, del arco que dibuja este breve pero inagotable libro.
Prohaska, ese
varón sietemesino, “indeseado”, nacido en la Nochebuena de 1914, el “tercer y
último hijo de una familia hoy extinguida, en el corazón de un invierno
crudísimo, en una remota aldea del norte de Alemania, donde el mar acuchilla
hombres, rocas, barcos”, es nuestro viajero por el Tártaro de un tiempo que
mantiene una tensión diabólica entre dos arcanos que tratan de rescatar al
hombre del sinsentido, el Mito y la Historia, un tiempo en que Modernidad y
Holocausto, como nos mostró Zygmunt
Bauman en su célebre ensayo, se dan, dentro de la implacable lógica del
capitalismo, diabólicamente la mano como “las dos caras de una moneda”, en el
que los dioses –qué lejana parece ahora la añorada
plenitud del Hiperión de Hölderlin y su nostálgico
ideal de unidad– han dimitido y civilización y barbarie han dejado de constituir
conceptos antagónicos para fundirse como dos cables achicharrados por una fulminante
subida de tensión. Ese “día en que el crimen se acicala con los restos de la
inocencia, de resultas de una curiosa inversión que es propia de nuestro
tiempo” y en el que, seguía Camus
en El hombre rebelde, “la inocencia
se ve forzada a procurar sus justificaciones”, es en el que vive Prohaska. Con
la particularidad de que Prohaska, no juzga.
Prohaska, ese personaje de ficción, ese
fantasma dotado con todos los atributos de lo verdadero, nos es presentado por
el narrador –que es y no es, dentro de la condición de falsa biografía (quest) que define la obra, el propio
Menéndez Salmón–, como aquel que entiende “El arte como testimonio, el arte
como testamento, el arte como notario: espectral, transparente,
antipedagógico”. “Prohaska, el forense”, “Prohaska, el notario”, Prohaska, “el voyeur de Dachau, el escrutador de la
muerte”, Prohaska, el artista sin ideología que simplemente estaba allí, que de
haber sido Alemania comunista, habría seguido siendo “su fotógrafo, su pintor y
su cineasta”. Pero, si Prohaska, el “hombre que lo vio todo, pero a quien nadie
logró ver”, se limitase a encarnar esa figura al borde mismo de la psicopatía o,
en el otro extremo, al rutinario e igualmente atroz burócrata del mal, un
“Eichmann de la imagen”, que una mirada superficial nos podría devolver, de más
está decir que no sería el superlativo personaje literario que Medusa nos regala.
“Sufrir pasa, haber sufrido no pasa”,
escribió León Bloy. Y Prohaska, que
siendo muy niño ya experimentó en su corazón, como evocara Baudelaire, dos
sentimientos contradictorios: “el horror a la vida y el éxtasis ante la vida”,
va creciendo flanqueado por el horror de crecer “rodeado de cuerpos pero sin
afecto, con el lastre mitológico del padre desconocido”; y por el éxtasis que
también muy pronto experimenta ante “el poder vesánico y a la vez purificador
de las imágenes”. Horror y éxtasis que como un fulgor le invaden un imborrable
amanecer del invierno de 1922 al contemplar la escena de cientos de miles de
arenques invadiendo las playas conformando “un paisaje anterior al hombre en la
Tierra o posterior a su estancia en ella: preapocalíptico y posapocalíptico a
un tiempo. Un paisaje que susurra al hombre su inanidad, su escaso peso en la
contabilidad de los seres, el volumen de esa plétora de organismos que lo
precede y que lo sucederá”. Esa “luz de acuario de Vermeer, la calidad fría de
los signos del cielo, la ceniza derramada desde una altura prodigiosa sobre los
niños del domingo, que a orillas del océano, sirviéndose de fanales y linternas
de sodio, recogen berberechos”, acompañarán a Prohaska de por vida teñiendo su
obra “de esa luminosidad herida” que es “más una atmósfera que un sentimiento”.
Una atmósfera, en todo caso, rebosante de nostalgia y melancolía. Porque a
medida que avanza la novela, el frío y oscuro Prohaska, “uno de los terroristas
de la última frontera”, ante quien el arte aparenta replegarse como hacia el
fondo de un callejón sin salida, se humaniza.
Sus costuras se abren conforme descubre, como afirmara Max Scheler en tiempos de la I
Guerra Mundial, que “en una historia de diez mil años aproximadamente, nosotros
somos la primera época en la que el hombre se ha hecho problemático por
completo, en la que ya no sabe qué es. Y a la vez sabe también que no
sabe”. No importa cuán clínica se torne
su labor de documentalista de la infamia o hasta qué punto se eleve su obsesión
por desaparecer físicamente –que consuma de un modo que roza lo inverosímil,
habida cuenta del éxito de un artista cuya vida transcurre en plena explosión
de los medios de comunicación de masas, y que nos lleva, en todo caso, a
preguntarnos si no reposa en un prurito de escapar de la culpabilidad o la
vergüenza: por no hacer nada para cambiar el rumbo de las cosas, por seguir
vivo, por no ser otro–; ante el hecho de que no tiene más remedio que aprender a
gestionar los restos de un pasado atroz que no cesa de amontonarse bajo sus
pies manteniéndolo en un acumulativo ser cansado.
“Al excluirse de la humanidad –escribe George Bataille en su
canónico La literatura y el mal–,
Sade no tuvo en su larga vida más que una ocupación que decididamente le
interesó: enumerar hasta el agotamiento las posibilidades de destruir seres
humanos (…) De la monstruosidad de la obra de Sade se desprende aburrimiento,
pero ese mismo aburrimiento constituye, a su vez, su sentido”. Sí, hay algo del autor de Las ciento veinte jornadas de Sodoma, del “verdadero santo patrón
de nuestro siglo”, en palabras de Kafka,
en Prohaska. Sin embargo, por si faltaran otras evidencias, ese Prohaska me fecit con que rubrica sus
obras, y con el que se inserta dentro de la genealogía del artista
renacentista, primero, y romántico después, nos revela que el hacedor de
símbolos no está dispuesto a desaparecer tan fácilmente de la memoria de los
hombres. Frente a la innominada muerte sin número, el individuo aún reivindica
su derecho a dejar su personal impronta. Considerar este gesto como una mera
manifestación de vanidad sería demasiado simple, incluso burdo. Pero, el caso
es que a pesar de la maldición, de nuevo el Mito y la Historia, que se cierne
sobre su casa y de la que tomará plena conciencia, tras la muerte de su
hermano, al saber que habrá de cargar con “el avasallador peso de ser El Último”, el artista no se limita a
reproducir, arrastrando una especie de benjaminiano estigma, la
“realidad”, ni tampoco a recuperar como
los artistas primitivos “para el oficio su más antigua función: mostrar el
mundo tal y como sucede, no tal y como desearíamos que fuera ni tal y como
soñamos que debería ser”. No hay que
tener en cuenta únicamente el hecho, de por sí esencial, apuntado por el narrador/investigador/intérprete,
de que “Toda imagen ejerce una violencia sobre el objeto que captura al
duplicarlo en un mundo paralelo”, deviniendo el objeto, hechizado por su copia,
otra cosa, “doppelgänger que opera en
su reproductibilidad una pérdida de su significado primordial y, a la vez, una
proliferación de significados posibles.” Resulta más esclarecedor, si cabe, conocer
cómo el artista interviene en la
obra, aunque sea de una forma “mínima”, generando un significado muy distinto
al original. En ese “levísimo desajuste”, en las diminutas correcciones, a
veces no es más que “un leve desenfoque”, Prohaska, ya sea siguiendo “el
dictado de un dios cruel”, como titula sus memorias, ya sea ejerciendo retador
su soberanía, nos enseña lo que la imagen esconde. “Ensuciar el velo levemente
para transparentar lo que el velo oculta”. Dicho de otra forma, el personaje no
se resigna a renunciar al fiat divino,
y aceptando su propia historicidad, afirma su libertad en el reino de la más
pavorosa necesidad.
Resulta difícil no quedar atrapados por
la al mismo tiempo seductora y ominosa personalidad del personaje. La
fascinación, no obstante va venciendo progresivamente a la repulsión que nos
pudiera provocar el hombre y su obra y, así, resulta perfectamente plausible
que el no menos enigmático Stelenski, el amigo, el cómplice, el biógrafo, el albacea,
sucumba igualmente, el ajedrez como cebo, nada más entrar en contacto con él.
En todo momento gravita la idea de que conocer a Prohaska, de que entender a
Prohaska nos permitirá despejar las grandes incógnitas del siglo, incluso arrojar
luz sobre la peripecia humana entera, de que en un mundo sin Misterio, absurdo,
sólo a través del conocimiento nos será dada la posibilidad de domeñar a la
bestia, de hacernos con el salvífico gorgoneion
que habrá de protegernos de todo mal. El narrador consigue contagiarnos desde
el primer momento, desde que nos revela el contenido de aquella espeluznante
película filmada en el gueto de Kovno, un entusiasmo que nace de la
perplejidad, del espanto y de la necesidad de hallar alguna respuesta al horror
que a cada paso vamos descubriendo. Sus dudas son nuestras dudas. Su angustia,
nuestro desvelo.
“¿Se puede defender la obra de alguien
que filmó ejecuciones con tiros en la sien, ahorcamientos de niños de ocho
años, vivisecciones en embarazadas, inmersiones en tanques de agua helada o
amputaciones sin anestesia para investigar los umbrales del dolor, y que hizo
todo eso sin emitir una queja? ¿Puede haber piedad, comprensión, afecto para
alguien que, como el ojo divino, se conformó con dejar al libre albedrío de los
demás las consecuencias de sus actos? ¿Merece la obra de Prohaska el espacio de
un museo o sólo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos que debería haber colgado del palo más alto
de la ciudad de Núremberg?”
“¡Oh, Prohaska!… /¡Conocedor de ti
mismo!.../¡Verdugo de ti mismo!...” –podríamos
decir parafraseando al filósofo dionisíaco por antonomasia–, ¿eres un
monstruo?, “¿Un cínico o un sabio? ¿Un pesimista razonable o un asesino odioso?
¿Una víctima o un verdugo?” O peor aún. Si, como le escribió Kafka a Milena,
“nadie canta con tanta pureza como los que están en el más profundo infierno”,
¿no será acaso que pretendes remedar con tu arte el canto de los ángeles? No,
esto parece demasiado, casi una herejía. Sin embargo, no tarda en surgirnos al
encuentro otro interrogante. Hemos dicho que Prohaska no juzgaba, pero,
¿estamos legitimados nosotros para juzgarlo a él? Si Stelenski, “su ángel de la
guarda”, un judío de Dachau, no lo hace, si Heidi, su gran amor, la compañera
inseparable, se muestra siempre comprensiva, sin reproches ni preguntas, ¿basándonos
en qué podríamos condenarlo nosotros? ¿Con qué derecho, ciudadanos corrientes
del siglo XXI, deberíamos considerarnos mejores, inocentes? En última instancia, ¿es Prohaska otro
ejemplar de refinada sensibilidad como aquellos que estremecían a George Steiner, hombres y
mujeres que podían leer a Goethe o a Rilke por la noche, que podían tocar a
Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz? ¿O,
simplemente, Prohaska sabía tan bien como Kierkegaard que “Un
individuo no puede ayudar ni salvar una época [pues] sólo puede decir que está
perdida”? El narrador parece inclinarse por esta última opción. Pero no sin hacer
explícita una y otra vez la provisionalidad, la futilidad, casi, de cualquier
propósito de iluminar al personaje.
Desde que descubrió “el Mito de Prohaska
mientras intentaba escribir un fragmento de la Historia que Prohaska ayudó a
construir”, el narrador ha corrido tras una sombra, persiguiendo “el rastro de
un sueño”, sabiendo que “desentrañar la verdad de una vida es una batalla
perdida desde el inicio”. El perseguidor, el escrutador, el vigía, sabe que la
biografía es tanto una rama de la literatura forense como de la literatura
fantástica pero, aún así, persiste en el empeño. Intuye que pese a que nada
podrá “disipar el misterio y la negrura primordial en que transcurrimos”, el
esfuerzo merece la pena. O puede que no haya elección. No se trata ya de
Prohaska, ni del Holocausto, ni del Mal. “Quizá persiguiendo el enigma de
Prohaska haya estado haciéndome preguntas acerca de mí mismo, de mis
convicciones y anhelos, de mis miedos y de mi precio como hombre bondadoso o
malvado, intentando rastrear en sus gestos mi propia inarmonía, mi absoluta
falta de criterios decisivos para discriminar lo contingente de lo necesario,
mi animalidad absurda y pusilánime”. Sí, se trata también del escritor, del
hombre enfrentado a la experiencia del límite y este punto crítico en el que el
autor de carne y hueso y el narrador se confunden y entremezclan nos conduce a
uno de los aspectos, a mi juicio, más significativos de la novela.
“Nacer alemán en 1914, carecer de
progenitor al nacer y encontrarse en Lituania en 1941 no son circunstancias que
se eligen. Suceden, y eso basta. El resto es interpretación; es decir,
hipótesis”. No se trata ya de justificar una determinada conducta, nada de
hagiografías, tampoco de culpar sin más a la Historia, ni de eximir de
cualquier tipo de responsabilidad a quienes estuvieron allí, adoptando un
reduccionista determinismo zolesco. “Si no se cree en nada, si nada tiene
sentido y si no podemos afirmar ningún valor –de nuevo Camus–, todo es posible
y nada tiene importancia. Sin pros ni contras, el asesino no tiene culpa ni
razón. Se pueden atizar los hornos crematorios del mismo modo que cabe
dedicarse a cuidar leprosos. Maldad y virtud son azar o capricho”. No, no es
esto. Acaso se trate, lo cual supone una pirueta igualmente imposible, de
ponerse en el lugar del otro, sabiendo, como dijo Denis de Rougemont, que
“el adversario siempre está en nosotros”. Así, en una novela en la que la
mitología griega (Edipo, por supuesto) juega un papel tan decisivo resulta
inevitable recordar uno de los mitos más antiguos del orfismo, allí donde se
nos explica cómo el hombre surge a partir de las cenizas de los Titanes, destruidos
por los rayos de Zeus: de aquellos heredará la oscuridad, mientras que de
Dionisos, cuyo cuerpo había ingerido el dios del cielo y el trueno, recibirá la
luz y el bien. Luz y oscuridad, Bien y
Mal en proporciones variables, abrazándose, encadenándose, mezclándose, del
blanco al negro y viceversa a través de toda una escala de grises para
trasladarnos vívidamente cómo la experiencia totalitaria es atrapada por el
ojo, esa mirada camaleónica y estroboscópica, del observador ¿imparcial? que va
retratando el horror –en sus palabras: “el único combustible que jamás se
agota, la materia prima más y mejor repartida en el universo”– a lo largo y
ancho del orbe.
No, Prohaska, tan extraordinario en
tantos aspectos, no es un monstruo. Su práctica estética, siempre acompañada de
una constante y docta reflexión –no llegamos a vislumbrar si es el suyo un
alemán herido o si ya acarreaba en su lengua materna la tendencia al enmudecimiento
que caracteriza su obra gráfica–, no debe confundirse con la indiferencia. No es
un Mersault ni un autómata ni se comporta como uno de esos niños abducidos del
pueblo de los malditos, de modo que, aunque lobo estepario, y por lo tanto
ajeno a las principales corrientes estéticas de su tiempo –qué diferente su
hiperrealismo abismado del realismo socialista en vigor–, podemos incluso
llegar a decir que, a su modo, también representa al intelectual en situación,
o por qué no, a aquel que frente a la razón instrumental opone cierto tipo de
“razón compasiva”, como la llamó Reyes
Mate, para destapar la “herencia oculta” del presente, donde moran los
vencidos, situando al espectador ante “un mundo desconocido sin el que no
podemos ser morales”. Porque Prohaska, el hombre capaz de enfrentarse al horror
con los lápices y objetivos a modo de escudo de bronce, es también el hombre
que ama, que sufre y que conoce la felicidad, que lee y escribe, que se agrieta,
que se aproxima al borde de la locura. Por eso, perseguirlo a él es
perseguirnos a nosotros mismos. Todos estamos infectados. Y el narrador, más
Ricardo Menéndez Salmón ahora que nunca, salta la barrera y, sin olvidar que
como sujeto es antes que nada el objeto de sí mismo, siente que debe desnudarse,
todavía un poco más. No le basta con ser el alter
ego del “mitógrafo”, con compartir con nosotros sus obsesiones, con, desafiando
la autoridad del silencio, rellenar de digresiones los vacíos, con rendir
tributo –tan inmotivado como hermoso el que dedica a Faulkner– a algunos de sus
iconos, ni con preguntar y responder, a veces solemne, otras al límite del
balbuceo, del “atollo” vallejiano, de forma incesante. No, al autor no le es
suficiente, entre la mesurada polifonía, con acariciar la omnisciencia en
alguna ocasión (¿o cómo sabe si no, que Prohaska no miente o muy rara vez?), ni
con jugar a ser el creador y el intérprete, como si quisiera cegar la
posibilidad de la exégesis a los que habrán de llegar más tarde, porque lo que
no está dicho, se encuentra insinuado, atrapándolos en el propio gesto de
interrogación que suspende en el vacío como una estrella que irradia toda la
obra. Ni la arquitectura textual ni la verosimilitud del artificio se resentirían
sin esta parada, sin esta irrupción del yo del autor. Incluso nos surge la duda
de si era realmente necesario. Pero algo impulsa poderosamente a nuestro guía – Prohaska me fecit–, a certificar verdaderamente que el protagonista y su
historia son mucho más que simple
literatura. Y así, Prohaska no recalará en España por casualidad. Ni visitará
una cárcel de Gijón por casualidad. Prohaska en el escritorio, es más que
material de trabajo que clasificar, un mapa incompleto al que hay que dotar de
sentido. La imagen de la boda de dos presos republicanos en una cárcel
franquista, tomada por el protagonista en septiembre de 1949, el año en que
nació la madre del escritor, se sitúa así junto a las fotos de los hijos y de la
esposa aproximando el personaje a los “puntos cardinales” de la vida del autor:
“Prohaska ha asistido a mi matrimonio, a la muerte de mis padres, al nacimiento
de mis hijos. Ha asistido a algunos de mis triunfos, a la mayoría de mis
fracasos. A mis demoliciones, a mis resurrecciones, a mis escasas epifanías”.
Ese “espacio privado y único” es en el
que ha destilado Menéndez Salmón, valiéndose de “los afilados ruidos de la
escritura/duros como el cristal” (Celan,
cómo no), Medusa, ciento cincuenta
páginas de depurada, de meditada prosa, en las que la “crítica hidráulica”, dicho
sin intención peyorativa, podrá encontrar sin duda un fértil campo de estudio
pues, a las referencias explícitas que el autor, siempre franco a la hora de
reconocer sus deudas, comparte con los lectores, habría que sumar todas
aquellas que, voluntariamente o no, introduce, y que cada cual podría hallar,
en función de su propio bagaje, tras una lectura atenta. De este modo, ya sea
desde un plano formal o por participar de cierto clima espiritual, la gran
tradición novelística rusa y centroeuropea, la filosofía alemana, del Más
antiguo programa de sistema del Idealismo alemán a Walter Benjamin, los
existencialistas franceses o autores, reconocidos maestros, como Pierre Michon y W.G. Sebald podrían perfectamente rastrearse
en un libro que también exuda esa sustancia que impregna ciertas películas de Rossellini, Tarkovski, Bergman o Theo Angelopoulos. Todo,
como en cualquier arte-facto, nos es
familiar, pero es en la sabia administración y combinación de los elementos,
donde el autor, como un moderno compilador homérico, se muestra como ese orfebre
lúcido y penetrante que trata de ordenar el caos tratando de permanecer a flote
mientras atraviesa las pantanosas aguas de la trascendencia.
Emanando clasicismo, Menéndez Salmón ha
construido no sólo uno de los títulos de la temporada sino una gran novela
europea en la que, combinando ficción, ensayo, crónica, autoficción e, incluso,
puntualmente, poesía–el autor pertenece a la escuela de los que, como Nietzsche,
son proclives a “parir centauros”– despliega una enorme
ambición para triunfar allí donde la mayoría habría fracasado estrepitosamente,
bien chocando contra la Escila de la pedantería, bien sucumbiendo a manos de la
Caribdis de un vacuo diletantismo. El resultado es un libro que se descubre (mejor
en seis que en tres horas) con asombro, que hay que leer o con los ojos muy
abiertos o entrecerrados, no hay término medio, y que, a falta de poder ser
memorizado, se relee con deleite a través de un continuo subrayado. Además, por
si todo esto no fuera suficiente, al lector de Medusa, aún le ha sido reservada una última sorpresa, un postrero y
esencial “reconocimiento”. No cabe
esperar aquí ninguna solución a un enigma que nunca es planteado, al menos en
estos términos, sino una nueva clave dispuesta, es verdad que a modo de novela
policíaca, justo al final y que, precisamente por suponer un regreso al origen,
termina de enfocar lo que todo el tiempo entreveíamos de un modo más o menos
confuso a través de la condensación del símbolo, amplificando el sentido de la
obra entera al consumarse la actualización del mito que la funda. Llegado a
este punto, el lector ya tendrá en su poder todos los elementos para juzgar
hasta qué punto debemos asumir una de las frases más desasosegantes del texto,
esa especie de versículo, desencantada visión de los Himnos de la noche, esculpido por el autor casi a propósito para
concluir una mirada como la presente, y que reza:
“Qué largo es el camino que conduce de
casa a ninguna parte”.
[Artículo publicado originalmente en FronteraD.]
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