martes, 21 de mayo de 2013

Menéndez Salmón me fecit: Medusa en el espejo del siglo



Medusa. 
Ricardo Menéndez Salmón. 
Seix Barral.
Tapa blanda; 160 páginas.
PVP: 17’50€.
ISBN: 9788432210068.
Fecha de publicación: septiembre de 2012. 


“El hombre que, quizá, es la cumbre, no es más que la cumbre de un desastre”. George Bataille, El culpable.

“La mayor nobleza de los hombres –escribía Ernesto Sabato en su libro de memorias Antes del fin– es la de levantar su obra en medio de la devastación, sosteniéndola infatigablemente, a medio camino entre el desgarro y la belleza”.  Las palabras del escritor argentino, autor de algunas de las más atormentadas y cautivadoras novelas en lengua española del siglo XX nos permiten sumirnos de lleno en el espíritu de una obra como Medusa, el último título publicado hasta la fecha por el asturiano Ricardo Menéndez Salmón y que constituye una feraz aunque inevitablemente circular reflexión sobre el Mal que se enseñoreó del siglo XX. De esta voluntad (que a su vez anima toda auténtica representación) a la que alude el escritor de Sobre héroes y tumbas participan de algún modo tanto el narrador, un personaje más de la novela, como el gran protagonista del libro, el ambiguo, complejo y enigmático Prohaska, cuya “nobleza”, en todo caso, está puesta más que en entredicho, constituyendo el sentido de su actitud ante los acontecimientos de los que es testigo y que expone a nuestra mirada, uno de los salmeres, si es que no la clave de bóveda, del arco que dibuja este breve pero inagotable libro.

Prohaska, ese varón sietemesino, “indeseado”, nacido en la Nochebuena de 1914, el “tercer y último hijo de una familia hoy extinguida, en el corazón de un invierno crudísimo, en una remota aldea del norte de Alemania, donde el mar acuchilla hombres, rocas, barcos”, es nuestro viajero por el Tártaro de un tiempo que mantiene una tensión diabólica entre dos arcanos que tratan de rescatar al hombre del sinsentido, el Mito y la Historia, un tiempo en que Modernidad y Holocausto, como nos mostró Zygmunt Bauman en su célebre ensayo, se dan, dentro de la implacable lógica del capitalismo, diabólicamente la mano como “las dos caras de una moneda”, en el que los dioses –qué lejana parece ahora la añorada plenitud del Hiperión de Hölderlin y su nostálgico ideal de unidad– han dimitido y civilización y barbarie han dejado de constituir conceptos antagónicos para fundirse como dos cables achicharrados por una fulminante subida de tensión. Ese “día en que el crimen se acicala con los restos de la inocencia, de resultas de una curiosa inversión que es propia de nuestro tiempo” y en el que, seguía Camus en El hombre rebelde, “la inocencia se ve forzada a procurar sus justificaciones”, es en el que vive Prohaska. Con la particularidad de que Prohaska, no juzga. 

Prohaska, ese personaje de ficción, ese fantasma dotado con todos los atributos de lo verdadero, nos es presentado por el narrador –que es y no es, dentro de la condición de falsa biografía (quest) que define la obra, el propio Menéndez Salmón–, como aquel que entiende “El arte como testimonio, el arte como testamento, el arte como notario: espectral, transparente, antipedagógico”. “Prohaska, el forense”, “Prohaska, el notario”, Prohaska, “el voyeur de Dachau, el escrutador de la muerte”, Prohaska, el artista sin ideología que simplemente estaba allí, que de haber sido Alemania comunista, habría seguido siendo “su fotógrafo, su pintor y su cineasta”. Pero, si Prohaska, el “hombre que lo vio todo, pero a quien nadie logró ver”, se limitase a encarnar esa figura al borde mismo de la psicopatía o, en el otro extremo, al rutinario e igualmente atroz burócrata del mal, un “Eichmann de la imagen”, que una mirada superficial nos podría devolver, de más está decir que no sería el superlativo personaje literario que Medusa nos regala.


“Sufrir pasa, haber sufrido no pasa”, escribió León Bloy. Y Prohaska, que siendo muy niño ya experimentó en su corazón, como evocara Baudelaire, dos sentimientos contradictorios: “el horror a la vida y el éxtasis ante la vida”, va creciendo flanqueado por el horror de crecer “rodeado de cuerpos pero sin afecto, con el lastre mitológico del padre desconocido”; y por el éxtasis que también muy pronto experimenta ante “el poder vesánico y a la vez purificador de las imágenes”. Horror y éxtasis que como un fulgor le invaden un imborrable amanecer del invierno de 1922 al contemplar la escena de cientos de miles de arenques invadiendo las playas conformando “un paisaje anterior al hombre en la Tierra o posterior a su estancia en ella: preapocalíptico y posapocalíptico a un tiempo. Un paisaje que susurra al hombre su inanidad, su escaso peso en la contabilidad de los seres, el volumen de esa plétora de organismos que lo precede y que lo sucederá”. Esa “luz de acuario de Vermeer, la calidad fría de los signos del cielo, la ceniza derramada desde una altura prodigiosa sobre los niños del domingo, que a orillas del océano, sirviéndose de fanales y linternas de sodio, recogen berberechos”, acompañarán a Prohaska de por vida teñiendo su obra “de esa luminosidad herida” que es “más una atmósfera que un sentimiento”. Una atmósfera, en todo caso, rebosante de nostalgia y melancolía. Porque a medida que avanza la novela, el frío y oscuro Prohaska, “uno de los terroristas de la última frontera”, ante quien el arte aparenta replegarse como hacia el fondo de un callejón sin salida, se humaniza. Sus costuras se abren conforme descubre, como afirmara Max Scheler en tiempos de la I Guerra Mundial, que “en una historia de diez mil años aproximadamente, nosotros somos la primera época en la que el hombre se ha hecho problemático por completo, en la que ya no sabe qué es. Y a la vez sabe también que no sabe”.  No importa cuán clínica se torne su labor de documentalista de la infamia o hasta qué punto se eleve su obsesión por desaparecer físicamente –que consuma de un modo que roza lo inverosímil, habida cuenta del éxito de un artista cuya vida transcurre en plena explosión de los medios de comunicación de masas, y que nos lleva, en todo caso, a preguntarnos si no reposa en un prurito de escapar de la culpabilidad o la vergüenza: por no hacer nada para cambiar el rumbo de las cosas, por seguir vivo, por no ser otro–; ante el hecho de que no tiene más remedio que aprender a gestionar los restos de un pasado atroz que no cesa de amontonarse bajo sus pies manteniéndolo en un acumulativo ser cansado.

“Al excluirse de la humanidad –escribe George Bataille en su canónico La literatura y el mal–, Sade no tuvo en su larga vida más que una ocupación que decididamente le interesó: enumerar hasta el agotamiento las posibilidades de destruir seres humanos (…) De la monstruosidad de la obra de Sade se desprende aburrimiento, pero ese mismo aburrimiento constituye, a su vez, su sentido”.  Sí, hay algo del autor de Las ciento veinte jornadas de Sodoma, del “verdadero santo patrón de nuestro siglo”, en palabras de Kafka, en Prohaska. Sin embargo, por si faltaran otras evidencias, ese Prohaska me fecit con que rubrica sus obras, y con el que se inserta dentro de la genealogía del artista renacentista, primero, y romántico después, nos revela que el hacedor de símbolos no está dispuesto a desaparecer tan fácilmente de la memoria de los hombres. Frente a la innominada muerte sin número, el individuo aún reivindica su derecho a dejar su personal impronta. Considerar este gesto como una mera manifestación de vanidad sería demasiado simple, incluso burdo. Pero, el caso es que a pesar de la maldición, de nuevo el Mito y la Historia, que se cierne sobre su casa y de la que tomará plena conciencia, tras la muerte de su hermano, al saber que habrá de cargar con “el avasallador peso de ser El Último”, el artista no se limita a reproducir, arrastrando una especie de benjaminiano estigma, la “realidad”,  ni tampoco a recuperar como los artistas primitivos “para el oficio su más antigua función: mostrar el mundo tal y como sucede, no tal y como desearíamos que fuera ni tal y como soñamos que debería ser”.  No hay que tener en cuenta únicamente el hecho, de por sí esencial, apuntado por el narrador/investigador/intérprete, de que “Toda imagen ejerce una violencia sobre el objeto que captura al duplicarlo en un mundo paralelo”, deviniendo el objeto, hechizado por su copia, otra cosa, “doppelgänger que opera en su reproductibilidad una pérdida de su significado primordial y, a la vez, una proliferación de significados posibles.” Resulta más esclarecedor, si cabe, conocer cómo el artista interviene en la obra, aunque sea de una forma “mínima”, generando un significado muy distinto al original. En ese “levísimo desajuste”, en las diminutas correcciones, a veces no es más que “un leve desenfoque”, Prohaska, ya sea siguiendo “el dictado de un dios cruel”, como titula sus memorias, ya sea ejerciendo retador su soberanía, nos enseña lo que la imagen esconde. “Ensuciar el velo levemente para transparentar lo que el velo oculta”. Dicho de otra forma, el personaje no se resigna a renunciar al fiat divino, y aceptando su propia historicidad, afirma su libertad en el reino de la más pavorosa necesidad.  

Resulta difícil no quedar atrapados por la al mismo tiempo seductora y ominosa personalidad del personaje. La fascinación, no obstante va venciendo progresivamente a la repulsión que nos pudiera provocar el hombre y su obra y, así, resulta perfectamente plausible que el no menos enigmático Stelenski, el amigo, el cómplice, el biógrafo, el albacea, sucumba igualmente, el ajedrez como cebo, nada más entrar en contacto con él. En todo momento gravita la idea de que conocer a Prohaska, de que entender a Prohaska nos permitirá despejar las grandes incógnitas del siglo, incluso arrojar luz sobre la peripecia humana entera, de que en un mundo sin Misterio, absurdo, sólo a través del conocimiento nos será dada la posibilidad de domeñar a la bestia, de hacernos con el salvífico gorgoneion que habrá de protegernos de todo mal. El narrador consigue contagiarnos desde el primer momento, desde que nos revela el contenido de aquella espeluznante película filmada en el gueto de Kovno, un entusiasmo que nace de la perplejidad, del espanto y de la necesidad de hallar alguna respuesta al horror que a cada paso vamos descubriendo. Sus dudas son nuestras dudas. Su angustia, nuestro desvelo.

“¿Se puede defender la obra de alguien que filmó ejecuciones con tiros en la sien, ahorcamientos de niños de ocho años, vivisecciones en embarazadas, inmersiones en tanques de agua helada o amputaciones sin anestesia para investigar los umbrales del dolor, y que hizo todo eso sin emitir una queja? ¿Puede haber piedad, comprensión, afecto para alguien que, como el ojo divino, se conformó con dejar al libre albedrío de los demás las consecuencias de sus actos? ¿Merece la obra de Prohaska el espacio de un museo o sólo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos que debería haber colgado del palo más alto de la ciudad de Núremberg?” 


“¡Oh, Prohaska!… /¡Conocedor de ti mismo!.../¡Verdugo de ti mismo!...”  –podríamos decir parafraseando al filósofo dionisíaco por antonomasia–, ¿eres un monstruo?, “¿Un cínico o un sabio? ¿Un pesimista razonable o un asesino odioso? ¿Una víctima o un verdugo?” O peor aún. Si, como le escribió Kafka a Milena, “nadie canta con tanta pureza como los que están en el más profundo infierno”, ¿no será acaso que pretendes remedar con tu arte el canto de los ángeles? No, esto parece demasiado, casi una herejía. Sin embargo, no tarda en surgirnos al encuentro otro interrogante. Hemos dicho que Prohaska no juzgaba, pero, ¿estamos legitimados nosotros para juzgarlo a él? Si Stelenski, “su ángel de la guarda”, un judío de Dachau, no lo hace, si Heidi, su gran amor, la compañera inseparable, se muestra siempre comprensiva, sin reproches ni preguntas, ¿basándonos en qué podríamos condenarlo nosotros? ¿Con qué derecho, ciudadanos corrientes del siglo XXI, deberíamos considerarnos mejores, inocentes?  En última instancia, ¿es Prohaska otro ejemplar de refinada sensibilidad como aquellos que estremecían a George Steiner, hombres y mujeres que podían leer a Goethe o a Rilke por la noche, que podían tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz? ¿O, simplemente, Prohaska sabía tan bien como Kierkegaard que “Un individuo no puede ayudar ni salvar una época [pues] sólo puede decir que está perdida”? El narrador parece inclinarse por esta última opción. Pero no sin hacer explícita una y otra vez la provisionalidad, la futilidad, casi, de cualquier propósito de iluminar al personaje.

Desde que descubrió “el Mito de Prohaska mientras intentaba escribir un fragmento de la Historia que Prohaska ayudó a construir”, el narrador ha corrido tras una sombra, persiguiendo “el rastro de un sueño”, sabiendo que “desentrañar la verdad de una vida es una batalla perdida desde el inicio”. El perseguidor, el escrutador, el vigía, sabe que la biografía es tanto una rama de la literatura forense como de la literatura fantástica pero, aún así, persiste en el empeño. Intuye que pese a que nada podrá “disipar el misterio y la negrura primordial en que transcurrimos”, el esfuerzo merece la pena. O puede que no haya elección. No se trata ya de Prohaska, ni del Holocausto, ni del Mal. “Quizá persiguiendo el enigma de Prohaska haya estado haciéndome preguntas acerca de mí mismo, de mis convicciones y anhelos, de mis miedos y de mi precio como hombre bondadoso o malvado, intentando rastrear en sus gestos mi propia inarmonía, mi absoluta falta de criterios decisivos para discriminar lo contingente de lo necesario, mi animalidad absurda y pusilánime”. Sí, se trata también del escritor, del hombre enfrentado a la experiencia del límite y este punto crítico en el que el autor de carne y hueso y el narrador se confunden y entremezclan nos conduce a uno de los aspectos, a mi juicio, más significativos de la novela.

“Nacer alemán en 1914, carecer de progenitor al nacer y encontrarse en Lituania en 1941 no son circunstancias que se eligen. Suceden, y eso basta. El resto es interpretación; es decir, hipótesis”. No se trata ya de justificar una determinada conducta, nada de hagiografías, tampoco de culpar sin más a la Historia, ni de eximir de cualquier tipo de responsabilidad a quienes estuvieron allí, adoptando un reduccionista determinismo zolesco. “Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si no podemos afirmar ningún valor –de nuevo Camus–, todo es posible y nada tiene importancia. Sin pros ni contras, el asesino no tiene culpa ni razón. Se pueden atizar los hornos crematorios del mismo modo que cabe dedicarse a cuidar leprosos. Maldad y virtud son azar o capricho”. No, no es esto. Acaso se trate, lo cual supone una pirueta igualmente imposible, de ponerse en el lugar del otro, sabiendo, como dijo Denis de Rougemont, que “el adversario siempre está en nosotros”. Así, en una novela en la que la mitología griega (Edipo, por supuesto) juega un papel tan decisivo resulta inevitable recordar uno de los mitos más antiguos del orfismo, allí donde se nos explica cómo el hombre surge a partir de las cenizas de los Titanes, destruidos por los rayos de Zeus: de aquellos heredará la oscuridad, mientras que de Dionisos, cuyo cuerpo había ingerido el dios del cielo y el trueno, recibirá la luz y el bien.  Luz y oscuridad, Bien y Mal en proporciones variables, abrazándose, encadenándose, mezclándose, del blanco al negro y viceversa a través de toda una escala de grises para trasladarnos vívidamente cómo la experiencia totalitaria es atrapada por el ojo, esa mirada camaleónica y estroboscópica, del observador ¿imparcial? que va retratando el horror –en sus palabras: “el único combustible que jamás se agota, la materia prima más y mejor repartida en el universo”– a lo largo y ancho del orbe.

No, Prohaska, tan extraordinario en tantos aspectos, no es un monstruo. Su práctica estética, siempre acompañada de una constante y docta reflexión –no llegamos a vislumbrar si es el suyo un alemán herido o si ya acarreaba en su lengua materna la tendencia al enmudecimiento que caracteriza su obra gráfica–, no debe confundirse con la indiferencia. No es un Mersault ni un autómata ni se comporta como uno de esos niños abducidos del pueblo de los malditos, de modo que, aunque lobo estepario, y por lo tanto ajeno a las principales corrientes estéticas de su tiempo –qué diferente su hiperrealismo abismado del realismo socialista en vigor–, podemos incluso llegar a decir que, a su modo, también representa al intelectual en situación, o por qué no, a aquel que frente a la razón instrumental opone cierto tipo de “razón compasiva”, como la llamó Reyes Mate, para destapar la “herencia oculta” del presente, donde moran los vencidos, situando al espectador ante “un mundo desconocido sin el que no podemos ser morales”. Porque Prohaska, el hombre capaz de enfrentarse al horror con los lápices y objetivos a modo de escudo de bronce, es también el hombre que ama, que sufre y que conoce la felicidad, que lee y escribe, que se agrieta, que se aproxima al borde de la locura. Por eso, perseguirlo a él es perseguirnos a nosotros mismos. Todos estamos infectados. Y el narrador, más Ricardo Menéndez Salmón ahora que nunca, salta la barrera y, sin olvidar que como sujeto es antes que nada el objeto de sí mismo, siente que debe desnudarse, todavía un poco más. No le basta con ser el alter ego del “mitógrafo”, con compartir con nosotros sus obsesiones, con, desafiando la autoridad del silencio, rellenar de digresiones los vacíos, con rendir tributo –tan inmotivado como hermoso el que dedica a Faulkner– a algunos de sus iconos, ni con preguntar y responder, a veces solemne, otras al límite del balbuceo, del “atollo” vallejiano, de forma incesante. No, al autor no le es suficiente, entre la mesurada polifonía, con acariciar la omnisciencia en alguna ocasión (¿o cómo sabe si no, que Prohaska no miente o muy rara vez?), ni con jugar a ser el creador y el intérprete, como si quisiera cegar la posibilidad de la exégesis a los que habrán de llegar más tarde, porque lo que no está dicho, se encuentra insinuado, atrapándolos en el propio gesto de interrogación que suspende en el vacío como una estrella que irradia toda la obra. Ni la arquitectura textual ni la verosimilitud del artificio se resentirían sin esta parada, sin esta irrupción del yo del autor. Incluso nos surge la duda de si era realmente necesario. Pero algo impulsa poderosamente a nuestro guía – Prohaska me fecit–, a certificar verdaderamente que el protagonista y su historia son mucho más que simple literatura. Y así, Prohaska no recalará en España por casualidad. Ni visitará una cárcel de Gijón por casualidad. Prohaska en el escritorio, es más que material de trabajo que clasificar, un mapa incompleto al que hay que dotar de sentido. La imagen de la boda de dos presos republicanos en una cárcel franquista, tomada por el protagonista en septiembre de 1949, el año en que nació la madre del escritor, se sitúa así junto a las fotos de los hijos y de la esposa aproximando el personaje a los “puntos cardinales” de la vida del autor: “Prohaska ha asistido a mi matrimonio, a la muerte de mis padres, al nacimiento de mis hijos. Ha asistido a algunos de mis triunfos, a la mayoría de mis fracasos. A mis demoliciones, a mis resurrecciones, a mis escasas epifanías”.

Ese “espacio privado y único” es en el que ha destilado Menéndez Salmón, valiéndose de “los afilados ruidos de la escritura/duros como el cristal” (Celan, cómo no), Medusa, ciento cincuenta páginas de depurada, de meditada prosa, en las que la “crítica hidráulica”, dicho sin intención peyorativa, podrá encontrar sin duda un fértil campo de estudio pues, a las referencias explícitas que el autor, siempre franco a la hora de reconocer sus deudas, comparte con los lectores, habría que sumar todas aquellas que, voluntariamente o no, introduce, y que cada cual podría hallar, en función de su propio bagaje, tras una lectura atenta. De este modo, ya sea desde un plano formal o por participar de cierto clima espiritual, la gran tradición novelística rusa y centroeuropea, la filosofía alemana, del Más antiguo programa de sistema del Idealismo alemán a Walter Benjamin, los existencialistas franceses o autores, reconocidos maestros, como Pierre Michon y W.G.  Sebald podrían perfectamente rastrearse en un libro que también exuda esa sustancia que impregna ciertas películas de Rossellini, Tarkovski, Bergman o Theo Angelopoulos. Todo, como en cualquier arte-facto, nos es familiar, pero es en la sabia administración y combinación de los elementos, donde el autor, como un moderno compilador homérico, se muestra como ese orfebre lúcido y penetrante que trata de ordenar el caos tratando de permanecer a flote mientras atraviesa las pantanosas aguas de la trascendencia.

Emanando clasicismo, Menéndez Salmón ha construido no sólo uno de los títulos de la temporada sino una gran novela europea en la que, combinando ficción, ensayo, crónica, autoficción e, incluso, puntualmente, poesía–el autor pertenece a la escuela de los que, como Nietzsche, son proclives a “parir centauros”despliega una enorme ambición para triunfar allí donde la mayoría habría fracasado estrepitosamente, bien chocando contra la Escila de la pedantería, bien sucumbiendo a manos de la Caribdis de un vacuo diletantismo. El resultado es un libro que se descubre (mejor en seis que en tres horas) con asombro, que hay que leer o con los ojos muy abiertos o entrecerrados, no hay término medio, y que, a falta de poder ser memorizado, se relee con deleite a través de un continuo subrayado. Además, por si todo esto no fuera suficiente, al lector de Medusa, aún le ha sido reservada una última sorpresa, un postrero y esencial “reconocimiento”.  No cabe esperar aquí ninguna solución a un enigma que nunca es planteado, al menos en estos términos, sino una nueva clave dispuesta, es verdad que a modo de novela policíaca, justo al final y que, precisamente por suponer un regreso al origen, termina de enfocar lo que todo el tiempo entreveíamos de un modo más o menos confuso a través de la condensación del símbolo, amplificando el sentido de la obra entera al consumarse la actualización del mito que la funda. Llegado a este punto, el lector ya tendrá en su poder todos los elementos para juzgar hasta qué punto debemos asumir una de las frases más desasosegantes del texto, esa especie de versículo, desencantada visión de los Himnos de la noche, esculpido por el autor casi a propósito para concluir una mirada como la presente, y que reza:

“Qué largo es el camino que conduce de casa a ninguna parte”.

[Artículo publicado originalmente en FronteraD.]

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