Las
tres muertes de K.
Bernardo Kucinski.
Traducción de Teresa Matarranz.
Ilustraciones de Enio Squeff.
Editorial Rayo Verde.
Formato: 21 x 14 cm. 192 páginas.
PVP: 19€. Ebook: 4,99€.
Fecha de publicación: marzo de
2013.
“Los
hombres de bien no hablan de dictaduras, no piensan en dictaduras ni reclaman
derechos humanos”. Aparicio Méndez, presidente de facto de Uruguay entre 1976 y 1981 durante una conferencia de
prensa en Paysandú, 21 de mayo de 1977.
“Siempre me emociono cuando veo su nombre
en el sobre. Y me pregunto: ¿cómo es posible que envíen cartas a quien no
existe desde hace más de tres décadas? Sé que no hay mala fe. El correo y el
banco ignoran que la destinataria ya no existe; el remitente no se esconde, al
contrario, se revela orgulloso en vistoso logotipo. Es la síntesis del sistema,
el banco, de la solidez fingida en mármol; el banco que no trata con rostros y
personas, sino con listas informatizadas”.
El nombre que aparece en esas cartas a
las que alude el autor en el capítulo que hace las veces de prólogo y en las
que cree adivinar “la intención oculta de impedir que su memoria descanse en
nuestra memoria”, puede ser perfectamente el de Ana Rosa Kucinski. Esta
profesora asistente del prestigioso Instituto de Química, y Wilson Silva, su
marido, tenían apenas 32 años cuando una tarde de abril de 1974, mientras
salían a pasear con su perro por un parque de São Paulo, fueron detenidos. Los
dos jóvenes militantes de la Alianza Libertadora Nacional (ALN), una
organización de lucha armada opuesta al régimen militar presidido por Ernesto Geisel, jamás
recuperarían su libertad, entrando a formar parte de la siniestra relación de casi
quinientas personas, entre muertos y desaparecidos –entre los detenidos y
torturados se encontraría la actual mandataria Dilma Rousseff, quien sufrió
tres años de cautiverio–, que se cobró la sangrienta dictadura que durante los
años 60 y 70, bajo el amparo de la CIA y del gobierno de Estados Unidos en el marco
de su guerra contra el comunismo, rigió los destinos del pueblo brasileño.
Casi cuatro décadas después de la
desaparición de su hermana y su cuñado, el periodista y profesor de periodismo
en la Universidad de São Paulo, Bernardo Kucinski, quien
durante la dictadura militar tuvo que exiliarse tras denunciar públicamente las
persecuciones y torturas del régimen de su país y cuyo compromiso político le
llevaría años más tarde a colaborar como asesor del presidente Lula da Silva
durante su primer mandato, se sumerge en aquel doloroso tiempo, nutriéndose de
su propia experiencia, para contarnos la historia de un inmigrante judío
polaco, trasunto del propio padre del autor, que busca desesperadamente a su
hija desaparecida. La vida de K., el protagonista, un antiguo militante
izquierdista en la Polonia ocupada que ha adquirido, ya en el forzoso transtierro, cierto renombre entre los
cenáculos literarios por su dedicación a la creación en yiddish, sufrirá una verdadera conmoción al evaporarse súbitamente
la menor de sus tres hijos, cuyas actividades subversivas le eran por completo
desconocidas y de quien ignoraba incluso que llevara cuatro años casada, que
“otra familia lloraba su ausencia, no como hija sino como nuera, y él también
tenía que llorar ahora una según desaparición, la del yerno, y más, la de los
nietos que hubiera podido tener, pero no tendrá”.
A partir de ese momento, K. iniciará una laberíntica
y devastadora investigación que le traerá a la memoria su lejana juventud de
perseguido en Europa –cuando había de preguntar por el paradero de su hermana
Guita, detenida en un mitin del partido que había ayudado a fundar; o cuando a
él y a los suyos los arrastraban encadenados por las calles de Wloclawek “para
humillarlos ante los comerciantes”– y que al tiempo que le permitirá conocer aspectos
insospechados de la vida secreta de su hija, situándolo en el centro mismo de
una ciénaga de remordimiento y culpa, le llevará a acometer un verdadero
descenso al infierno de un sistema maquiavélico, entramado de “obscenidades y
vilezas” repleto de confidentes, informadores, extorsionadores, traiciones y
amenazas, en el que al individuo no le queda sino estrellarse una y otra vez
contra las puertas de una Ley puesta al servicio de un poder absoluto.
Ana Rosa Kucinski en 1966. ©BBC. |
Hablamos de un mundo en el que ni la
Universidad, ni la comunidad ni tus propios vecinos podrán servirte de asidero
y donde la justicia, como le recuerda el abate al K. de El proceso, “no quiere nada de ti. Te toma cuando llegas y te deja
cuando te marchas”. “El mundo de las cancillerías y registros, de las gastadas
y enmohecidas cámaras”, el mundo de Kafka,
tal y como lo definió Benjamin,
se nos presenta así en su implacable virtualidad en muchos de los tramos de la
obra, hasta el punto de que bastaría con sustituir la figura del protagonista
que sale escoltado por dos policías después de que el juez declare: “Que conste
en acta que ningún civil ha estado detenido en dependencias familiares”, por la
del Joseph K. que es acompañado por dos señores de levita, andando “entre
ambos, muy derecho, formando los tres un bloque homogéneo, imposible de
destruir” mientras es conducido a su aniquilación, para que las analogías se
nos hagan más visibles todavía. También ambos podrían exclamar, como este
último, antes de perder toda esperanza: “¡Como un perro!” Y, sin embargo el K.
de Kucinski se negará a aceptar con resignación el martillo de un sistema que el
desesperado padre está dispuesto a desafiar, sin temor a las consecuencias que
puedan derivarse de sus pesquisas, incluso cuando ha alcanzado la certidumbre
de que su resistencia es inútil.
“El padre que busca a la hija
desaparecida nunca desiste. Ya no tiene esperanzas, pero no desiste. Ahora
quiere saber cómo pasó. ¿Dónde? ¿Cuándo exactamente? Necesita saber para medir
su propia culpa. Pero no le dicen nada.”
A diferencia de otras grandes novelas
sobre la figura del dictador latinoamericano, fecundo género que arranca, con
sus perfectamente reconocibles perfiles, de Tirano
Banderas, el hecho de que Kucinski haya sido testigo de primera mano y víctima
directa de muchos de los acontecimientos que aquí se recogen, aunque ni le
resta ni le añade valor artístico a un texto sólidamente construido y por
momentos brillante, casi resulta ocioso señalarlo, sin duda le imprime una
carga suplementaria de emotividad y verdad
a la obra. Como nos advierte el propio autor al inicio: “Todo en este libro es
invención, pero casi todo ha sucedido”. Y, en este sentido, lo que resulta más
importante desde un punto de vista literario: todo, incluso aquello que roza,
si es que no rebasa, según los casos, lo esperpéntico, lo cruel o lo dantesco, es
perfecta y trágicamente verosímil. Por eso, aunque sabemos por declaraciones
del escritor que K. aglutina en un solo personaje las indagaciones realizadas
por su padre y por él mismo a raíz de la desaparición de su hermana, resulta a
la postre secundario conocer qué fragmentos del mosaico compuesto por el
escritor son reales o cuáles han sido imaginados, puestos al servicio de una
historia distribuida a lo largo de una serie de breves capítulos conectados a
través de la tragedia personal de un hombre pero en la que subyace la sombra
del otro gran protagonista, en este caso innominado, del libro: la dictadura.
En su obra El dictador en la novela hispanoamericana Juan Carlos García –resultando una afirmación plenamente válida
para el caso que nos ocupa–, decía a este respecto que “independientemente de
que constituya personaje principal o secundario y que se encuentre en obras en
las cuales predomine un dictador, un caudillo o una dictadura, [el dictador] se
caracteriza por ser una autoridad real, dentro de la narración. Su mandato
abarca el campo y la ciudad y se ejerce sobre personas, animales y objetos. Las
órdenes que emanan de esta autoridad no se desobedecen y tienen la facultad de
crear situaciones nuevas, lo que lo aproxima a ser entidad todopoderosa o Dios.
El dictador es, de esta manera, un personaje literario en el cual confluyen las
características originales del concepto: es el que da órdenes y el que crea.”
Así, aunque su presencia en la obra de
Kucinski sea indirecta, elusiva –lo que la aleja, más allá de otros rasgos
formales, de las novelas paradigmáticas del género en Hispanoamérica, caso de El señor Presidente, El
otoño del Patriarca, Yo, el Supremo,
El recurso del método, Oficio de difuntos, o La fiesta del chivo– y lo más cerca que
estemos de una descripción física o moral del personaje sea a través de la
figura de la amante, o una de ellas, protagonista de uno de los capítulos más
fascinantes de la obra, el que lleva por título “Pasión, compasión”, el
dictador, que aquí es Geisel, el cuarto de los presidentes tras el golpe de
1964 y a quien determinada Historia oficial, con ‘H’ mayúscula, tenderá a ver irónicamente,
con ‘i’ minúscula, como un pragmático “aperturista”, con ‘a’ de asco , pero que podría ser
cualquiera de los despiadados gobernantes sudamericanos de su tiempo, actúa como esa especie de motor inmóvil que
pone en marcha la maquinaria del terror.
En este sentido, este alegato contra el
poder sin alma firmado por Kucinski en lo que supone su primera incursión
dentro de la ficción novelesca, y que le ha valido a su autor, además de
favorecer un debate abierto en la sociedad brasileña –no podemos considerar una
mera casualidad el que en 2011 se estrenara la primera telenovela brasileña
inspirada en la dictadura militar–, una mención de honor en el premio Portugal
Telecom de Literatura 2012, está claramente emparentado con la tradición
antedicha, sin que esto impida incardinar la novela dentro del corpus de la
literatura brasileña, tan generalmente desconocida en España, que desde los
propios años de la dictadura quisieron testimoniar la represión política de su
país, y de la que forman parte títulos como Incidente
em Antares de Érico Veríssimo,
Reflexos do Baile de Antonio Callado, Em Câmara Lenta de Renato Tapajós o, más recientemente, O beijo da morte de Carlos Heitor Cony. A
todos estos les une, con independencia de su mayor o menor enjundia literaria y
de su heterogeneidad estilística, una voluntad clara de denunciar la opresión y
de levantar diques de contención frente a la tentación de un olvido con
frecuencia socialmente conveniente. Lo sabe K., el protagonista, cuando
entiende por qué, mientras se homenajea “a bandidos, torturadores y golpistas
como si fueran héroes o benefactores de la humanidad”, se ponen “placas con los
nombres de los desaparecidos en el fin del mundo”. Sí, lo sabe también cuando
va adquiriendo la certeza de que llegará un día en que el icono que durante un
instante representa no sólo no será necesario, sino que incluso resultará “incómodo”.
“Ahí fuera la vida sigue como siempre: el Producto Nacional Bruto, creciendo;
las mujeres, comprando; los niños, jugando; los mendigos, suplicando; los
enamorados, besándose.” Morirán viejos, nacerán niños, y a nadie le importará
que existió un tiempo en que se delataba, se perseguía, se torturaba, se desaparecía. ¿A nadie? No, hay que
apartar ese pensamiento y entonces, detrás del K. novelesco, se nos perfila de
nuevo la figura del hermano, del hombre, del escritor que ha envejecido con un
lastre insoportable a la espalda y que no está dispuesto, como el padre de la
novela, como tantos supervivientes de los campos de concentración nazis que han
descrito esta misma sensación, a que con su muerte un día su testimonio también
desaparezca.
“Aquella misma noche, K. escribió su
primera carta a la nieta a Eretz Israel, en un hebreo impecable, como lo había
aprendido de niño en el heder. De esta manera, ya no era un escritor de
renombre haciendo literatura con la desgracia de la hija; era el abuelo que
legaba a los nietos el registro de una tragedia familiar”.
Ya no es un periodista de renombre
haciendo literatura con la desgracia de la hermana, podríamos decir también
nosotros. Y desde esta óptica cada uno de los 28 capítulos de la obra supone un
homenaje a los desaparecidos que posee, además, la virtud de trascender la
violencia del dolor o la pérdida que acarrean un crimen monstruoso, para tratar
de penetrar más profundamente en la realidad de los hechos, sin
simplificaciones, sin maniqueísmos, convirtiendo en obra de arte la realidad
histórica sin por eso desactivar su carga explosiva de verdad. En este sentido,
mientras observamos deambular al protagonista por esos paisajes urbanos
desolados que tan oportunamente nos traslada el ilustrador Enio Squeff, y que
resultan una imagen gráfica, en negro sobre blanco del sumidero del sistema,
anchos para tragar miles de vidas pero inhábiles cuando se trata de engullir la
culpa, el castigo de quien se pregunta inútilmente qué habría pasado si hubiese
estado más atento, si no hubiera estado tan concentrado en la literatura, “en
mis artículos”…, de quien sueña con poder abrazar a su hija-bebé como nunca lo
hizo, vamos quedándonos pegados en la tela de araña que teje al autor y cuyos
nodos, unos más gruesos, otros acaso secundarios, menos densos, pero, preñados
de fuerza, igualmente necesarios, componen una taracea cuyas piezas terminan
encajando, ordenando el caos de una manera diabólicamente lógica y natural.
Así, a través de estos cuadros y por
medio de un lenguaje sencillo, denotativo, cortante en ocasiones y que,
renuente a los vagabundeos líricos, no está exento en determinados pasajes de
una sobria belleza, conoceremos a través de una polifonía de voces de qué
perversa forma son utilizados los resortes del Mal, a veces de manera física,
brutal, descarnada, en otras a través de esa clase de tortura “psicológica” que
considera legítimo “confundir al enemigo con mentiras”; nos asomaremos a la
forma en la que una pareja que con una vida aparentemente “legal”, con sus empleos
estables y respetables, con su cuenta en el banco y libreta de ahorros, puede
vivir al mismo tiempo la militancia revolucionaria, “con nombres de guerra, y
direcciones para esconderse y guardar los documentos de la lucha clandestina”; o
seremos informados de hasta qué punto la moral del resistente que se empecina
en una guerra perdida no desemboca también a veces en un fanatismo sin sentido,
suicida.
Pero también, a través de estos frescos, en
ocasiones presentados a modo de estampas íntimas, pero también en otros casos
como verdaderas pinturas negras,
sabremos de los temores y las dudas del confidente, el “perro”, el
traidor, ante la disyuntiva de terminar muriendo a manos de sus nuevos amos o
de sus viejos camaradas; de la hipocresía
del rabino que da la espalda a la víctima, cuando intenta poner una matzeiva, una lápida, para la hija –una
“terrorista”, una “comunista”– junto a
la tumba de la mujer; del trauma de aquella joven limpiadora, cooperadora
necesaria e involuntaria, que un día abre una puerta equivocada del infierno de
una cárcel “disfrazada de casa”; o, entre otras muchas celdas de esta
asimétrica colmena, de la problemática moralidad del verdugo que tras matar a
unos pobres estudiantes, se compadece del perro de estos y llama cobarde y
desalmado al subordinado que sugiere la necesidad de deshacerse del animal.
Ficción y realidad entreveradas. Alegato,
homenaje, ajuste de cuentas frente a la amnesia colectiva de un país, azotado
en la actualidad por una violencia atroz, que es el único del cono sur, como denuncia
el autor, que no ha juzgado los crímenes contra los derechos humanos
practicados durante la dictadura. A poco de aparecer el libro y mientras se
ponía en marcha la Comisión de la Verdad creada en 2011 por el gobierno de
Rouseff, un ex comisario del DOPS (siglas del cruel Departamento de Orden
Político y Social) de 71 años confesó haber transportado cuerpos de personas
quemadas, entre ellos los de Ana Rosa Kucinski y Wilson Silva, aquellos jóvenes
de 32 años que un día de abril de 1974 salieron a pasear con su perra por un
parque de São Paulo y que nunca regresaron. Sus muertes absurdas, kafkianas,
inútiles, no tienen nombre. Pero olvidarlos sería añadir vergüenza a la ignominia.
Kucinski parece participar de la idea de que en las democracias en las que se
enseñorea el olvido el estado de excepción sigue vigente, de ahí, que al
incorporar, como reivindicaba otra víctima de la Historia, el arriba aludido
Walter Benjamin, el testimonio como fuente de conocimiento y al testigo como
reescritor de la historia, consiga vincular verdad, memoria y justicia
restituyendo a las víctimas su derecho a seguir vivas entre nosotros.
Sin memoria, además, no hay posibilidad
de catarsis y Las tres muertes de K, además de resultar un necesario canto contra
la deshumanización plenamente vigente, es un valiente ejercicio de intentar
conjurar los “demonios del pasado” que persiguen al superviviente durante toda
su vida. Porque no puede ser al final que el cartero del inicio sea ese dybbuk, esa alma en desasosiego, que se
adhiere a una persona, generalmente para atormentarla, en la mitología judía, que
se presenta con el franqueo pagado apuntando culpas y omisiones “como si más
allá de la muerte innecesaria, quisieran estropear la vida necesaria, esa que
no cesa y que nos demandan los hijos y los nietos”.
Porque otra lección que no debemos
olvidar es que por mucha cera que pongamos en nuestros oídos, nada podrá
protegernos del silencio atroz de las sirenas.
[Artículo publicado
originalmente en FronteraD.]
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