domingo, 6 de enero de 2013

'Siempre hemos vivido en el castillo' (Minúscula, 2012) de Shirley Jackson: el regreso de un “nuevo” clásico de la literatura estadounidense del siglo XX



Siempre hemos vivido en el castillo.
Shirley Jackson.
Posfacio de Joyce Carol Oates.
Traducción del inglés de Paula Kuffer.
Minúscula. Col. Tour de force, 3.
222 páginas.
PVP: 18,50 €.
Fecha de publicación: octubre de 2012.

En un artículo publicado en 2010 titulado “Is Shirley Jackson a great American writer?”  Laura Miller, crítica de The New York Times Book Review, se preguntaba con motivo de la celebración por aquellas fechas de la tercera edición de los Shirley Jackson Awards (a la excelencia en “literatura de suspense, horror, y fantástica”), si la autora que daba nombre al galardón había alcanzado ya el estatus crítico que se correspondía con su talla como literata. Para la cofundadora de Salon.com, donde se recogía este texto, pese a alguna crítica adversa  bastante ácida, por cierto, como la que había firmado el crítico de Newsweek Malcolm Jones después de que la prestigiosa Librería de América –el equivalente francés de La Pléiade– hubiese decidido incorporar en su catálogo el volumen Shirley Jackson: Novels and Stories –Jones cuestionaba la idoneidad de tal inclusión argumentando que Jackson no tenía más mérito que haber escrito  “The lottery”, un relato que forma parte de todas las antologías dedicadas al género breve en aquel país– no había duda de que la californiana merecía entrar con todos los honores en el corpus de una colección en la que se alineaban nombres, lo que era utilizado como arma arrojadiza por sus detractores, tan relevantes de las letras anglosajonas como Mark Twain, Henry James o William Faulkner.

Esta controversia resulta muy ilustrativa para comprender el lugar que ocupa en las letras norteamericanas Shirley Jackson medio siglo después de su muerte. Colocada a la sombra de los grandes cipreses de la literatura de su tiempo, allí donde se alzan majestuosos los Bellow, Cheever, Updike, Mailer, Roth, Malamud…–los grandes candidatos, en definitiva, a portar la corona de mayor novelista norteamericano del siglo XX–, y con el sambenito de ser una escritora de masas, casi para amas de casa –especialmente después de que en pleno auge de la sociedad consumista y del bienestar de la posguerra empezara a colaborar con revistas femeninas (Good Housekeeping, Mademoiselle, Woman's Day, Woman's Home Companion, etc.), escribiendo artículos humorísticos acerca de su excéntrica e “irrespetuosa” vida: las por entonces populares true-to-life funny-housewife stories que conforman sus Life Among the Savages)– pocos quisieron percatarse de que debajo del delantal se encontraba la autora que encarnaría como nadie, según observa la propia Miller, el papel de “bardo de la pesadilla doméstica”.

La dificultad de su encasillamiento no ha facilitado su recuperación y no vamos a descubrir ahora de qué manera esta ausencia de asideros genéricos puede perjudicar la fama postrera de un autor. Considerada como una legítima e incluso arquetípica representante de la llamada literatura gótica, su prosa se opone radicalmente a la que ejercitaba el ineludible maestro del género: Poe. Al mismo tiempo, por su característica sintaxis clara y aparentemente sin pretensiones, rebosante de frases breves y precisas (lo que no impide que algunas de sus descripciones resulten sorprendentes y luminosas) podríamos ubicarla al lado de reconocidos maestros como Hemingway o Carver, pero su atmósfera se aleja del realismo minimalista de ambos. Así, a medio camino entre la pesimista Higsmith y la sureña Flannery O’Connor –muerta precozmente a los 39 años después de pasar varios años con su salud quebrantada, no viene a cuento pero siempre me gusta recordarlo,  en una granja llamada Andalusia– no debe extrañarnos que Miller la emparente con una figura de la literatura británica, como Muriel Spark, autora, por cierto, de una importante biografía de Mary Shelley.

La adscripción de Jackson a la literatura de terror –sólo hay que echarle un vistazo a las portadas de las ediciones anteriores de Siempre hemos vivido en el castillo que Minúscula, felizmente, ha preferido no tomar como modelos–, que indudablemente cultiva en obras como La maldición de Hill House y de la que se sirve como materia prima todo el tiempo, también ha generado no pocas confusiones, manteniéndola, no digamos ya para la más tiesa crítica europea –más preocupada generalmente por encender varillas de incienso a todo lo que no haya contaminado previamente la masa, aunque ni siquiera lo entienda–, en la periferia del canon. El hecho de que autores como Stephen King la reivindicaran, declarándose deudores de su producción (ahí está El resplandor, sin ir más lejos), ha reducido su estatura de manera totalmente injustificada. Olvidaban quienes amparaban sus juicios diseñando árboles genealógicos tan artificiales como inútiles que en Danse Macabre –no confundir con La Danza de la Muerte, que es como en español se tradujo su novela The Stand–, ensayo de 1981 dedicado a analizar el tema del horror y la influencia del género en la cultura popular de los Estados Unidos a través de la literatura, la radio, el cine, la televisión o el cómic, el propio King destacaba al analizar la obra de Jackson el modo en el que esta escritora utilizaba “las convenciones del nuevo Gótico Americano para examinar a sus personajes bajo una extremadamente psicológica, tal vez incluso esotérica, presión”. En el clavo.

Así lo ha entendido Joyce Carol Oates, maestra de tinieblas responsable de la polémica colección citada más arriba y autora del iluminador posfacio que cierra esta nueva edición de Siempre hemos vivido en el castillo (título que también se incluye en la recopilación publicada por la LOA) cuando destaca de esta novela  “la nota esencial de represión sexual y violencia rapsódica” que envuelve a Merricat, la fascinante protagonista, así como el sabor a “cuento de hadas” –aunque la joven sea una brujita consumada– que desprende el relato y que va dibujándose con contornos cada vez más gruesos conforme avanza la narración y nos hemos instalado cómodamente dentro de un territorio mágico que, lejos de resultarnos hostil, como esos olores fuertes que en un momento dado, a fuerza de acompañarnos, de quedarse en ocasiones a vivir entre nosotros, dejan de resultarnos perceptibles, nos engulle.

«Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto».

El comienzo de la obra ya nos va a dar una serie de claves que sólo podremos ir descifrando de un modo progresivo pero, sobre todo, cuenta con la virtud de envolvernos de forma subyugante, cogiéndonos de los cabellos con firme delicadeza haciendo que estemos deseosos de seguir olismeando qué ha estado pasando aquí. Todo relato, incluso las cosmogonías, comienza in medias res y cuando está dotado de la suficiente fuerza provoca en el lector cómplice la extraña y culpable sensación de no haber sabido encontrarse con anterioridad en el lugar de los hechos, quién sabe si para intervenir de un modo providencial en el devenir de unos hechos que siempre, de un modo u otro, nos conciernen. En este caso, nos hallamos ante un comienzo falsamente infantil en el que se avista la enajenación de un alma, la de la protagonista, la que en primera persona nos introduce en el relato, que combina armónicamente una insólita candidez, impropia para su edad, con un aura diabólica. Las puertas de la mansión de los Blackwood nos lanzan desde un primer momento al vestíbulo del misterio y hasta que no averigüemos qué demonios ha pasado allá adentro, por qué el resto de la familia ha muerto, ya sabremos que no podremos soltar el volumen.

Merricat se encargará de que así sea. Pocos personajes infantiles o juveniles resultan tan poderosamente atrayentes. Carol Oates piensa en Frankie, de Frankie y la boda, de Carson McCullers, en Scout de Matar un ruiseñor de Harper Lee, en Rhoda Penmark de Simiente perversa de William March, en Esther Greenwood de La campana de cristal de Plath, incluso, en Holden Caufield de El guardián entre el centeno de Salinger, grandes protagonistas menudos de la literatura norteamericana de mediados del siglo XX. Sin embargo, los anteriores quedan finalmente eclipsados por este ser dotado de un lirismo que, bordeando los límites de lo encantador, lo ingenuo, propietario de una extraña pureza, nos guía con alucinado paso a lo largo de las más de 200 páginas del libro. Merricat puede comportarse como una niña mimada; al tío Julián, siempre en su silla de ruedas, siempre repasando y rehaciendo sus apuntes sobre el escándalo que pesa sobre la familia, no es que le preste la atención debida (al fin y al cabo, él tampoco debería de estar ahí); y si bien es cierto que sus pequeños arranques de furia nos mantienen en permanente estado de alerta, especialmente conforme vamos descubriendo todas las prohibiciones domésticas que condicionan su día a día, que tenemos la certidumbre de que un mal innominado la atraviesa, sin embargo, su clarividencia, su capacidad para penetrar en los demás, haciéndolos blanco de sus más agudos y desabridos dardos, nos termina conquistando:

“–Es un poco… excéntrico –dijo Helen Clarke, sonriendo a Constance como si hasta ahora hubiera sido un secreto. Yo estaba pensando que si excéntrico significaba, como decía el diccionario, «que se desvía de lo corriente», Helen Clarke era mucho más excéntrica que el tío Julián, sus movimientos eran torpes y hacía preguntas inesperadas y nos traía a desconocidos a tomar el té; el tío Julián vivía muy tranquilo, con un esquema de vida perfectamente organizado, armonioso y simple. No debería decir que la gente es lo que no es…”.

La joven, como casi todos los personajes principales de Jackson, es un producto de la América rural, profunda, cerrada, intransigente, mojigata y chismosa. También ella, como apunta Oates, es un chica asilvestrada y curiosa (un poco en la línea de la niña protagonista de El espíritu de la colmena de Erice, obra con la que comparte atmósfera en algún sentido) que vive, siempre en compañía de su gato Jonas, en una casa “encantada” o “maldita”, situada a las afueras de una pequeña comunidad que los observa con vigilante recelo. Como otros moradores del imaginario de esta autora (de “The lottery” a The Sundial, pasando por La maldición de Hill House, entre otros) también un perturbador estigma se cierne sobre la mansión (mansión de Walpole, de Poe, de Hopper, de Hitchcock, mansión de película de serie B) y sus integrantes. La residencia se convierte así en una casa Estado con sus propias leyes y ritos. Es el castillo. Pero, a diferencia de lo que piensan extramuros, en ese pueblo en el que “los hombres se mantenían jóvenes y se dedicaban al chismorreo, mientras que las mujeres envejecían con un maligno cansancio gris esperando en silencio a que los hombres se levantasen y regresaran a casa”, el hogar de los Blackwood no es el lugar de perdición o depravación al que muchos querrían asomarse. La “putrefacción”, la “degradación”, está abajo, en el pueblo y por mucho que se empeñe Merricat en rodearse de amuletos y ensayar ingeniosos conjuros protectores (las “tres palabras mágicas”), carece de los poderes necesarios para alejar los peligros que adivina aparecerán en cualquier momento.  Por extraño que pueda resultar, por nefando que resulte el crimen que pesa como una losa sobre las vetustas tablas de la vieja casa familiar, las jóvenes endemoniadas resultan paradójicamente inofensivas.

Esos miedos se anclan en algún lugar del pasado, un pasado que es una sombra demasiado larga como para escapar de él, lo que se pone de manifiesto cada vez que la joven debe bajar al pueblo en busca de provisiones. Si no fuera porque existe un mundo exterior en el que hay que relacionarse con los otros más allá de los límites de la casa, el paraíso terrenal artificialmente construido, estaría a salvo. Pero son esas salidas a un universo feo, hosco, hostil, dominado por el resentimiento y el odio –azuzados en los últimos tiempos pero que venían de lejos, aquí es difícil no pensar en Faulkner, a causa de la herencia aristocrática de la familia que la propia casa simboliza y que la soberbia Merricat orgullosamente reivindica–, sumado a las infrecuentes pero amenazadoras visitas que se presentan de ven en vez con intenciones insanas, lo que produce el desencantamiento y mantiene en vilo a los moradores de la mansión, especialmente a Merricat y a la no menos misteriosa Constance, la hermana/madre, la virtuosa princesa maldita del cuento, aquella que vive del jardín a la cocina, de la cocina al jardín, penando el crimen horrendo que se supone cometió seis años atrás entre fetichizados botes de conserva y la concienzuda logística que una casa tan grande acarrea.

Sí, la fealdad está afuera, “más allá de la cerca de alambre que nuestro padre había colocado para mantener alejada a la gente”, en los límites exteriores de ese terreno abonado con los tesoros que la pequeña de los Blackwood había ido sembrando (peniques, cintas de colores, dientes de leche, estatuillas y piedras coloreadas) con la esperanza de formar una “poderosa red subterránea que nunca se aflojaba, sino que se mantenía perfectamente trabada para protegernos”.  Así, a pesar de que la sombra del crimen gravita todo el tiempo, a pesar del olor a azufre que de vez en cuando nos acaricia la nariz, es difícil ver encarnada la inocencia con mayor perfección que en las figuras de estas dos hermanas que tal vez sean en el fondo, como se ha señalado alguna vez, las dos caras de una misma persona: la propia Shirley Jackson. Por eso, aunque tiene razón Carol Oates, que de oscuridad sabe un rato, cuando apunta a que hay algo de Otra vuelta de tuerca en esta historia –especialmente por la presencia de un tabú, en este caso el envenenamiento, alrededor del cual gira todo–, o al señalar que también la “indignación salvaje swiftiana”, que la autora sintió en carne propia a lo largo de una vida de incomprensiones y de hostigamientos más o menos encubiertos –la escritora rara y el marido judío no eran la típica pareja que pudiera adaptarse con facilidad en aquella tosca y brutal América–, encuentra su acomodo aquí en ciertas actitudes de la protagonista –aunque su ensañamiento con sus vecinos no deja de ser un ejercicio mental según se mire plenamente natural y, a la vista del hostigamiento constante, más que justificado–, la materialización de esas soledades que se ponen a refugio del mundo en el que no encuentran encaje, en el que nunca podrán ya asimilarse, resulta especialmente eficaz y desarmante.

Mucho se ha especulado sobre el significado de las obras de Jackson. ¿Qué quería decir la autora al crear esos caracteres delirantes, nunca totalmente reales, nunca totalmente fantásticos y, por otra parte, siempre maravillosamente verosímiles? Durante el periodo, mediados del pasado siglo, en que se erigió en una de las más celebradas y populares escritoras de su época, ella misma rehuyó dar demasiadas explicaciones.  “Me disgusta mucho escribir sobre mi obra o mí misma –leemos en la obra de 1954  Twentieth Century Authors de Stanley J. Kunitz y Howard Harcraft–, y cuando me presionan para que proporcione material autobiográfico, solo  puedo dar un escueto  bosquejo cronológico que no contiene, naturalmente, ningún hecho pertinente”. Y enseguida añade, haciendo uso de esa ironía punzante que a tantos desarbolaba: “Nuestras principales exportaciones son los libros y los niños; de ambos producimos en abundancia”.  No, en vano, el matrimonio, aparte de los trabajos propios, tenía una biblioteca que llegó albergar en torno a cien mil títulos y cuatro hijos.

El propio esposo de la autora, el crítico Stanley Edgar Hyman, escribió en el prólogo a una antología póstuma de Shirley Jackson que ella rechazaba firmemente ser entrevistada para explicar o promocionar su obra porque pensaba que sus libros “debían hablar por ella más claramente a lo largo del tiempo”. Así, siempre que pudo, se mantuvo en penumbra y cuando tuvo que hacer frente con motivo del éxito fulgurante de “The lottery”, su relato más famoso, publicado el 26 de junio de 1948 en The New Yorker y en el que describe el ritual anual en el que se lapida a un chivo expiatorio elegido por sorteo, a los numerosos requerimientos que recibió de críticos y lectores que le inquirían sobre sus “verdaderas” intenciones al escribir el cuento, sus respuestas fueron casi siempre esquivas. Por un lado, el texto quería ser una denuncia del antisemitismo que ella misma presenció mientras vivían en el pueblo de North Bennington, perteneciente al condado de Vermont; por otro, como recogió el San Francisco Chronicle, era “una dramatización gráfica de la violencia sin sentido y la inhumanidad general en sus propias vidas”.

Ambas explicaciones son plausibles y, especialmente la última, extrapolable a toda su producción. Las dificultades de Jackson con sus vecinos de Nueva Inglaterra nos han llegado en toda su crudeza a través de la biografía de Judy Oppenheimer, Private Demons. The Life of Shirley Jackson, pero al igual que las supuestas raíces “neuróticas” tantas veces aludidas para explicar la raíz de su literatura, no agotan la cuestión. En este sentido, Hyman, rechazaba de plano, como se empeñaban en sostener algunos críticos, que su escritura pudiera nacer de los trastornos psiquiátricos que le acuciaron, que habían adelantado probablemente su muerte antes de cumplir los cincuenta años al verse obligada a tomar grandes cantidades de fármacos (también fumaba y bebía de un modo compulsivo, además de padecer obesidad mórbida), y describía su estilo como “una sensible y fiel anatomía de nuestros tiempos, adoptando símbolos de nuestro angustioso mundo del campo de concentración y la Bomba”.

En el caso de Siempre hemos vivido en el castillo, el carácter alegórico que pudieran encerrar sus textos queda más difuminado. Provoca tanto desasosiego como desconcierto. Una sensación de opresión creciente va atrapando a un lector que ha olvidado, si alguna vez reparó en esto, conforme va pasando páginas, la tarea de encontrarle un sentido al espectáculo al que está asistiendo. Desde un primer momento empatiza con los seres desequilibrados, sobre esto no cabe duda, que moran en el interior del castillo. La normalidad de afuera, la que representa esa masa incontrolable e inquisidora, “bandada de halcones”, rellena de seres apenas individualizados, nos resulta también espantable. Sus canciones infantiles nos ponen los pelos de punta: «Merricat, dijo Constance, ¿una taza de té, querrás”/ Merricat, dijo Constance, ¿quieres ir a domir?/ Oh, no, dijo Merricat, me envenenarás». Preferimos así estar de parte de las brujas; las comprendemos mejor; las percibimos más próximas; nos sentimos más cómodos encarnando el papel de hechiceros y asesinos, aunque para lograrlo tengamos que dinamitar las leyes morales que, en última instancia, deberíamos compartir con el odiante pueblo que también somos. Imposible no percatarse de cómo Jackson –que pasó el final de su vida, inmediatamente después de dar a la imprenta este libro, aquejada de una incontrolable agorafobia– simpatiza con este tipo de personajes en general y con Merricat  –que parece comportarse como una esquizofrénica paranoide obsesiva y asustadiza en cuyas pupilas brillan siempre, incluso a pleno día, las antorchas de la noche– de manera muy particular. ¿Cuándo vendrán a por nosotros?, parecen preguntar con una misma voz Mary Katherine Blackwood y Shirley Jackson. Porque vendrán... Y cuando sobre la piedra del sacrificio lo que descansa es nuestro cuello, lo de menos entonces es que uno hubiera podido ser alguna vez culpable. ¿Cómo podrían serlo la burlona pero adorable, pese a sus arranques internos de ira y sus inútiles trucos de magia, Merricat, o la algo excéntrica –al fin y al cabo ella alentó la pasión esotérica de su hermana dándole a enterrar toda clase de objetos– pero siempre responsable y cariñosa Constance?

Siempre hemos vivido en el castillo, hemos dicho antes, es un cuento de hadas , pero aquí los roles tradicionales se han subvertido: las heroínas tienen las manos manchadas de sangre, el príncipe que viene en su auxilio es la encarnación del Mal y aunque parece por algún momento que va a rescatar a la casta Constance de su soltería y soledad impenitentes, en el fondo lo único que ambiciona es encontrar el tesoro escondido: en este caso el dinero de la herencia que permanece oculto en algún rincón de la casa, carente de valor para unas hermanas que consideran las conservas y confituras familiares, esos “tarros  de intensos colores con encurtidos y verduras y mermeladas granate, ámbar y verde oscuro” que todas las mujeres de la familia Blackwood habían recogido y que se almacenaban amorosamente en el sótano, como el verdadero patrimonio que hay que salvaguardar. La plebe, por supuesto, ocupa también un papel destacado, aunque en el fondo secundario: es una amenaza constante pero desdibujada, una fuerza bruta que, incluso cuando se desata, en ningún caso llega a penetrar en unas conciencias perturbadoramente tranquilas e inmaculadas. Y para que el encaje sea perfecto, un humor por momentos delicioso que actúa como una especie de protector de garganta que facilita la ingesta del morado veneno, hace las veces de sutil argamasa.

–¿Qué lees, querida? Qué bonita imagen, la de una mujer con un libro.
–Estoy leyendo El arte de cocinar, tío Julián.
–Excelente.”

En una carta encontrada entre sus documentos y que nunca llegó a enviar a su destinatario, el poeta Howard Nemerov, Jackson escribió el siguiente pasaje: “Me deleito en lo que me da miedo. El Castillo no va sobre dos mujeres, va sobre mi tener miedo y mi miedo a decirlo, tanto miedo que un nombre en un libro me puede volver del revés”.  Tal vez, la por entonces gravemente deteriorada Shirley soñara con una posteridad que dejara de mirarla a través de los huecos que dejan las tablas clavadas en las ventanas y, juguetona, decidiera así imprimirle un insólito giro a su novela –descuiden, no desvelaré nada– elevando a sus brujas a la categoría de hadas bondadosas a las que, en vez de perseguir, simplemente adorar. Era su última venganza. El caso es que, por fortuna, la autora, esa bruja californiana de Nueva Inglaterra que se acompañaba de un séquito de seis gatos negros –como recogía algún obituario– y que entre artículo “femenino” y relato de “terror” tenía tiempo aún (si las anfetaminas se lo permitían) de meter en la bandeja del horno algún delicioso pastel, ha encontrado en nuestros contemporáneos una recepción más ajustada a su verdadera calidad como narradora.

Nosotros, como Laura Miller en su citado artículo, tampoco estamos capacitados para afirmar si Jackson es tan “grande” como Bellow o Malamud. Es probable que no esté a su “nivel”. En todo caso, poco importa. Somos ya mayores como para saber que ni los mejores se llevan siempre los premios y distinciones, ni quienes opinan resultan totalmente inocentes, ni lo que en un momento dado es una verdad incontestable no pueda ser más adelante un criterio inasumible. No se trata de abandonarse a un relativismo crítico igualmente dañino, sino simplemente de aplicar un poco de mesura. En este sentido, después de leer Siempre hemos vivido en el castillo tenemos la sensación de que los lectores en español nos habíamos estado perdiendo demasiado tiempo algo muy bueno. Esperemos que el futuro le aguarde a la obra un porvenir más brillante que el de terminar cobijado bajo la paternalista etiqueta de “libro de culto”. De eso nada, queremos muchas ediciones, tantas que Minúscula, sin saber qué hacer ya con tanto dinero ganado con la publicación de esta obra se plantee seriamente la posibilidad de convertir en filial al grupo Planeta.

Bueno, con que sigan regalándonos joyas como la presente por mucho tiempo, nos daremos por satisfechos.

José María Matás.
[Artículo publicado originalmente en OjosdePapel]

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