lunes, 21 de enero de 2013

Felipe Alaiz y el arte de criticar con arte: 'El arte de escribir sin arte (y otras críticas libertarias de la literatura española' (Berenice, 2012)



El arte de escribir sin arte
(y otras críticas libertarias de la literatura española).
Felipe Alaiz.
Prólogo de Javier Cercas y epílogo de Juan Bonilla.
Editorial Berenice.
Formato: Rústica. 12,3x20 cm.
136 páginas.
PVP: 15€.
Fecha de publicación: septiembre de 2012.


“Imaginad el manicomio que sería España si tuviera Valle Inclán medio millón de lectores. Sería cosa de emigrar”.
Felipe Alaiz, “Valle Inclán, anticuario, revolucionario y funcionario”.


En su epílogo a El arte de escribir sin arte (y otras críticas libertarias de la literatura española), que acaba de publicar la editorial cordobesa Berenice, el escritor Juan Bonilla, responsable de la selección de “Tipos españoles” que conforma la segunda parte del libro –la primera la integra el conjunto de artículos publicados en forma de libreto bajo el título, precisamente, de Arte de escribir sin arte– establece una nada descaminada aunque “inverosímil” analogía al señalar que, al igual que Walter Benjamin podía perfectamente haberse inspirado en estas ácidas reseñas de escritores ilustres a la hora de dictar cuáles eran los mandamientos que todo crítico debía acatar; con la misma reciprocidad podría Alaiz haber asimilado tesis como las recogidas en Dirección única como armazón teórico antes de ponerse a preparar sus lacerantes escritos. Si recordamos, en esta fragmentaria aunque deslumbrante obra, el pensador berlinés expedía, entre otros preceptos, que “Quien no pueda tomar partido, debe callar”, o que el crítico debe estar dispuesto siempre a sacrificar la “objetividad” al “espíritu de partido”, cuando “la causa por la cual se combate merezca realmente la pena”. Alaiz, de esta forma, más que la crítica de “leñador”, como el propio Bonilla la define, practicaría la técnica del “caníbal”, pues la misma ternura con la que éste se guisa un lactante, escribía zumbón el agudo ingenio germano, es la que debe desplegar el crítico, con predeterminado afán polemista y destructor, a la hora de abordar cualquier libro.

Bajo esta premisa, el “primer escritor anarquista español”, como definió a Felipe Alaiz (Belver de Cinca, 1887-París, 1959) el recientemente desaparecido Francisco Carrasquer cuando lo sometió a antología, gozaría de plena libertad para vapulear a algunos de los más ilustres escritores españoles de los últimos cien años, en cuanto estos no representaban sino encarnaciones grotescas de ese mundo melifluo, cobista y oropelado que cristalizaba en las alturas de las instituciones y las academias burguesas –en las que esa legión de arribistas se habría muellemente instalado por cuestiones que nada tenían que ver con lo literario y sí con su adaptabilidad a un sistema degradado de amaños y falsa adulación–, un mundo que, consecuentemente, solo podía incubar una abierta hostilidad por parte del crítico.

Un periodista combativo

En aras de la causa libertaria, a la que desde muy joven, tras pasar por un republicanismo de cuño costista, se adhirió, Alaiz no perdió ninguna oportunidad de convertir la literatura en un campo de batalla en el que poner su combativa pluma al servicio de unas ideas de emancipación radical del hombre. Curtido en la prensa aragonesa, este integrante del conocido como “grupo del Talión”, del que también formaron parte Ángel Samblancat, Gil Bel, Joaquín Maurín y el desdichado Ramón Acín –“una guerrilla con todas las características de alianza antifascista”, como el propio Alaiz los describió–, no tardó en empezar a publicar sus incendiarios textos críticos. Ni su paso por periódicos liberales como El Sol, ni su admisión en tertulias como la de Pombo, donde conoció, entre otros, al “implacable” Gómez de la Serna –“entretenido constantemente en cazar temas de greguería y desbordar a los provincianos con gracejo madrileño de cierta clase, el que con formas aparentemente afables resulta en extremo corrosivo”–, ni su singular peregrinaje político con Pío Baroja durante una frustrada aventura electoral del escritor vasco por tierras aragonesas, cosas todas ellas acontecidas en la segunda década del siglo, consiguieron aplacar ese instinto de rebeldía que no abandonará jamás a este hombre de vida itinerante nacido en el seno de una familia acomodada. Años más tarde, y no sin cierta malicia, un eximio correligionario como Juan García Oliver achacaría en su autobiografía El eco de los pasos, a la publicación de Quinet, “libro pacientemente escrito y que nadie leyó”, el que Alaiz, cuya aspiración era “ser admitido como literato”, hubiera dejado de ser aquella persona “jovial” para convertirse en “un terrible amargado”. No sabemos qué de cierto puede haber en este juicio retrospectivo. De lo que sí tenemos constancia es de que Alaiz –que, según propio testimonio, había parido esta novela en la cárcel, quedando, es verdad, sepultada dentro de la ingente bibliografía de la vanguardia española de los años 20– había criticado con su habitual  saña a García Oliver por aceptar el sillón ministerial, como también conocemos que a  “¡Ese Alaiz!”, como lo llamaban con gesto torcido y retranca castiza algunos de sus compañeros de lucha, le repelía todo aquello que a su indómita conciencia le sonara a concesión, reformismo o componenda.

Proverbial resulta su aversión por toda actividad orgánica, por cualquier forma de burocratismo. Su frontal rechazo a que la CNT entrase en el gobierno republicano durante la Guerra Civil, que le obligó a permanecer al margen de toda actividad pública sindical, permaneciendo hasta el final de la guerra en Barcelona, donde dirigió el periódico Hoy, órgano de las industrias socializadas de la Madera, es la prueba más inequívoca y referida de su visceral individualismo, y ni siquiera en las jornadas más oscuras y turbulentas cambió de parecer. Valga a este respecto como ejemplo para conocer la idiosincrasia de este intelectual, un artículo publicado en la revista Tiempos Nuevos, fechado el 1 de octubre de 1936 y titulado “¿Estamos en período revolucionario?”, en cuyas últimas líneas podemos leer: “Con una red de oficinas complicada sólo conseguiremos perpetuar el odio del pueblo a la burocracia. Con el ejercicio de la vida solidaria ésta irá siendo espejo y no teoría.”

Vida solidaria y, con demasiada frecuencia, solitaria. Vida en la que a causa del ejercicio de su profesión, sufrió todo tipo de privaciones, desde censura a detenciones gubernativas, desde consejos de guerra a continuas penas de prisión. A pesar de que, entre sus propias filas, a veces se le acusó de “escurrir el bulto”, basta un somero repaso a su biografía para detener en seco cualquier elucubración. Detenido y encarcelado por delitos de opinión durante la monarquía, la dictadura del general Primo de Rivera y la II República, durante su exilio francés fue internado, junto a otros cientos de miles, en un campo de concentración, antes de ser expulsado, uniendo su destino con el de algunas de sus más ilustres víctimas literarias, a un precario transtierro galo de veinte años en el que no dejó de colaborar en revistas libertarias como Ruta, Cénit o CNT, donde publicó folletos como “Hacia una federación de autonomías ibéricas” o “La zarpa de Stalin sobre Europa”, todo hasta que, tras una larga agonía, murió sólo en una habitación del Hospital Broussal de París. En total se calcula que Alaiz consumió en la cárcel cerca de cuatro años y los procesos que se instruyeron contra él por delitos de imprenta resultan incontables, hasta el punto de que en algunas ocasiones, para huir de las persecuciones policiales, se veía obligado a buscar refugio en el convento de monjas a cuya comunidad pertenecía una de sus cuatro hermanas.

Para Alaiz el periodismo constituía su única vocación, “una cosa suficiente –como le escribió en una carta al cenetista Josep Peirats– para llenar una vida activa y para colmarla.”  Ésa, y no la organización ni la “acción” política, era su “actividad esencial”, lo que acredita de un modo más que elocuente su ingente producción. “Papelotes en mano –decía en la misma misiva– puedo probar que mi obra de 25 años largos de periodismo sobrepasa en volumen o cantidad a la de dos periodiqueros trabajando normalmente con rendimiento corriente. Esto es comprobable: ayer lo fue, le es, lo será mañana.”

La crítica caníbal

Distanciado de los marxistas, como su viejo amigo Maurín, por cuestiones ideológicas; ignorado como narrador, incluso entre los suyos, porque (de nuevo García Oliver) “carecía de interés revolucionario”; peleado con la élite intelectual del periodo de entreguerras por su rabioso inconformismo;  quien fuera director de las principales publicaciones anarquistas de la época, como Solidaridad Obrera, España Nueva, El Luchador, Crisol, La Batalla, o Tierra y Libertad, hizo, paradójicamente, casi siempre la guerra por su cuenta, lo que tal vez explica parcialmente el que su nombre haya permanecido perdido entre la niebla durante tanto tiempo, desterrado de la historia canónica de la literatura.

Sin conocer algunos de estos rasgos difícilmente podríamos abordar con la perspectiva necesaria esos demoledores y corrosivos artículos, de prosa ágil y urgente, rebosantes de humor y repletos tanto de deslumbradores aciertos como de “disparates geniales”, como señala Javier Cercas en un artículo publicado en El País a comienzos de 2007 que sirve de prólogo a la edición, en los que desgrana su personal visión de la literatura española desde Espronceda –a quien dedica un controvertible pero brillante artículo–, hasta la bautizada por Mainer como “generación de plata” de la literatura española, pasando por Bécquer, Campoamor o algunos de los más destacados representantes del grupo del 98. 

¿Quiere decir esto que, por razones de índole ideológica, debemos exonerar al autor de toda responsabilidad al emitir juicios, como los que se recogen en la sección de “Tipos españoles” con frecuencia inconsistentes, interesados, cuando no directamente extravagantes? ¿O qué deberíamos pensar cuando dice de Bécquer que con sus versos elevaba “la presunción a la altura de un vértigo”; cuando define a Azorín como “una retina aparentemente asombrada, abierta por espasmos y no por curiosidad”; cuando afirma que “el motivo de todas las obras de Valle Inclán es el coito”; cuando define a Galdós como “algo pazguato”, a Blasco Ibáñez como “un azulejo con mucho color y poco fuego para fijarlo” o cuando denuncia el “andalucismo de pandereta” de Lorca?

A Espronceda, Valera, Rubén Darío, Meléndez Valdés, Unamuno, Pérez de Ayala, o Benavente, por citar a unos cuantos, tampoco los deja muy bien parados y de la novela española de su tiempo, “entre patética, pedante y pornográfica”, letalmente infectada por el virus del “enfermizo trascendentalismo ruso” y “el desmayo a lo Gide” solo salva a Baroja, quien –es digna de admirar la contención en el halago–, como “un barquero del Bidasoa, como un médico inteligente de Cestona, como un modesto coleccionista de grabados, escribe sin pretensiones”.

No, la metonímica reducción de estos autores que ejecuta Alaiz es difícilmente justificable. Por no hablar de que resulta un tanto inverosímil pensar que un hombre como él, tan culto, leído y penetrante en el análisis de la sociedad de su tiempo, alguien a quien el mismo Ortega y Gasset fichó para El Sol, que escribió decenas de novelas cortas, tradujo a autores como Upton Sinclair, Max Nettlau, John Dos Passos o H.G. Wells, y que fue capaz de escribir ensayos, folletos y opúsculos tan dispares como “Historia de la Literatura desde El Cid hasta hoy”,  “Colores de la indumentaria rusa”, “Durruti: Biografía del héroe de la revolución de julio” o  “Informes sobre la aduana y la producción textil”, entre otros cientos, pudiera ser tan miope como para no salvar, ni siquiera puntualmente, aspectos de la obra de aquellos grandes intelectuales a los que fustiga sin piedad. Queda claro, pues, que si pudiera acaso mantenerse frágilmente en pie su lectura desde una perspectiva estrictamente política, desde un punto de vista de mera “justicia” literaria no resulta asumible, menos aún con tanta distancia de por medio. Casi todo el tiempo Alaiz parece querer abrirse paso a mandobles anchos y rectos, cortantes, higiénicos, desenredando así todas las curvas voluptuosidades y confundidores velos para incautos del arte literario de su época. Y así, no sólo Bécquer le parece un autor petulante e impostado, sino que es la propia poesía, que no en vano procede, a su juicio, de la “debilidad”, siendo el fruto más logrado de ese “cretino presuntuoso que es el hombre”, la que recibe sus latigazos. Pero no, no solo la poesía. Es el amor, el amor burgués naturalmente, y Alaiz parece dispuesto a acabar con las murallas de siete siglos de tradición lírica occidental haciendo sonar con fuerza tres o cuatro veces –¿acaso no llaman en ciudades como Cádiz “tipo” al disfraz de carnaval?– su pito de caña.

Pero, de resultar esto cierto, ¿por qué motivo tendríamos nosotros, más de medio siglo después de su desaparición, que seguir hablando de la obra crítica de aquel pirómano que bajo su capote de amor universal apenas podía disimular las cerdas de una incontenible misantropía? ¿Pudiera ser que bajo su condición de brillante y cínico caricaturista, de moralista mojigato –esa obsesión por la “sicalipsis” que ve cebarse en la obra de los demás no parece abandonarlo ni un momento–, de humorista sandunguero, no resultara todo lo superficial que pudiera parecernos en un primer momento?

El arte de escribir sin arte

Ya en el artículo que abre el volumen, “El estilo es el hombre”, Alaiz, partiendo de esta “verdad del gran Buffon”, que el hombre no ha de hablar como un libro abierto, “sino que el libro abierto ha de hablar como un hombre”, se encarga de reivindicar por primera vez aquellas obras inmortales “no lamidas ni amerengadas”. Sus mairenescas consideraciones sobre el estilo siembran el volumen y su crítica a los escritores que “hinchan el relato con acotaciones de relumbrón, intercalando máximas, sentencias, considerandos y resultandos” es descarnada.  Su cruzada contra el “preciosismo”, en particular, que considera “un rebrote de inferioridad”, es inmisericorde. Quien lo practica es un “degradado”, alguien que, harto de diminutivos, de encajes y pasamanerías, ve el paisaje “como un niño mimado, como un adolescente zangolotino, consentido y fastidioso”. Amamantados en los decadentes pechos de los Barbey d´Aurevilly, Rostand, D´Annunzio o Casanova, surgen el “bordado heráldico afrancesado” de Rubén Darío y el “romanticismo aliñado con dengue estadizo, como si dijéramos en salmuera”, del que alzarán el vuelo las águilas, gerifaltes y lobos de Valle Inclán, otro de los autores a los que Alaiz flagela invirtiendo parejas cantidades de arbitrariedad y salero.

A ojos del crítico, desde finales del siglo XIX la Europa literaria parece sumida en un espeso sopor decadente. Es una época en la que “Los escritores, los oficiales, los jesuitas y hasta los políticos, parecían colegialas”; tiempo en el que “las severas iglesias españolas” se transformaban en “cabarets del cielo” y donde “Hasta los comisionistas de alfalfa leían a Rubén Darío poniendo los ojos en blanco”. A esta realidad que se ha enseñoreado de un país como España, tan dotado para la dramatización, Alaiz trata de oponer –aunque, sin poner prácticamente ejemplos– ese arte que “es sobre todo temperamento y emoción”. Frente al escritor decorativo o al escritor funcionario, se llamen Benavente, Campoamor, Azorín o Valle Inclán, el crítico libertario apela a lo que hay de diferencial y privativo de cada hombre que habla, que debe ser lo “deseable también para cada hombre que escribe”.

Descubrimos así que, además de estar dotado para forjar una prosa ágil, chispeante y retadora, que junto al pintoresquismo bajo el que subyace una crítica acerada, heterodoxa, nacida para escandalizar, para dejar al rey desnudo de un brusco tajo (¿quién no ha pensado alguna vez, con Borges, que Lorca ejercía de “andaluz profesional”, que Bécquer era un poco cursi o que el preciosismo modernista puede llegar a estomagar?), descubrimos, decimos, que junto al espadachín transformado a veces en matarife –pues junto a la ropa se lleva en la afilada hoja de vez en cuando algún que otro jirón de piel, si no algo más–, Felipe Alaiz es capaz de articular una estética que muchos escritores, desde Gracián, por el que sentía una devota admiración, han suscrito a lo largo del tiempo. Es precisamente esta visión, sin menoscabo de la galería, ahora que no puede oírnos, de “esperpentos” que nos regala su autor y que componen la amenísima sección de “Tipos españoles” –la mayor parte de los cuales aparecieron entre 1933 y 1936 en La Revista Blanca, siendo parcialmente reunidos a su muerte en dos volúmenes publicados en París en 1962 y 1965, respectivamente– lo que constituye la parte más destacada de un libro altamente recomendable y necesario en que lo peor, con diferencia –pese a que nos gustaría interpretarlo como un guiño al autor de El Criticón, creador, como se sabe, del célebre aforismo de “Lo bueno, si breve...”, etc.– es su corta extensión, circunstancia que, si consideramos que solo la producción periodística de Alaiz ocuparía, según cálculos de Carrasquer, nada menos que 67 tomos de unas 300 páginas cada uno, a la luz de estas escasas 120 páginas de generosa letra, queda más puesta en evidencia.

Como sea, su reivindicación de la personalidad, de una escritura auténtica, sin pretensiones, popular, de una literatura suelta, nacida de la “exigencia crítica”, sencilla y modesta, que fuese capaz de rehuir la imitación –esta última considerada “el fundamento del arte ‘estándar’ con sus hombres en serie, sus discursos en serie y sus libros en serie” –, al tiempo que se demostrase inmune a “la podredumbre dogmática con sus academias, sus exposiciones y sus decadencias”, no puede decirse que sea un desafuero. Es más, llegados a este punto, más que al Benjamin iconoclasta y panfletario al que hemos aludido más arriba, Alaiz (relegando su faceta de “criticón”, por seguir el juego gracianesco, en beneficio de “el arte de la prudencia”) nos recuerda por momentos a otro escritor al que Baroja, dicho sea de paso, también profesaba un gran respeto, como Robert Louis Stevenson, quien en aquella compilación de artículos en torno a la literatura publicados tras su muerte bajo el título, curiosamente, de El arte de escribir (y punto), reivindicaba el deber moral de que toda obra “surgiera de impulsos sólidos, humanos, sanos y poderosos”. ¿O no habría suscrito nuestro aragonés aquella aseveración del escritor de La isla del tesoro de que “es preferible que nuestros serenos templos queden desiertos a que se llenen de sacerdotes dedicados a traficar y a practicar juegos malabares”.

De este modo, en tiempos en los que se debate constantemente en torno al papel menguante del crítico como mediador en la “sociedad-nube”, en que su autonomía –esto no es nada nuevo, evidentemente– se ve constantemente amenazada, en este caso por la presión de los grandes grupos mediáticos, pero en los que a la vez existen más posibilidades que nunca para elevar nuestra propia voz –otra cosa es conseguir que nuestro timbre resulte distinguible entre el ruido–, no podemos estar más de acuerdo con Alaiz en estas palabras con las que cierra “Arte de escribir sin arte” y, de camino, el presente artículo. Allí cuando dice, encomendándose a un posible porvenir de esperanza para el estilo: “Sin embargo, hay que luchar contra nosotros mismos antes que contra nadie, para poseer el inapreciable arte de escribir sin arte”.

José María Matás.
[Artículo publicado originalmente en FronteraD]

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