El arte de escribir sin arte
(y
otras críticas libertarias de la literatura española).
Felipe
Alaiz.
Prólogo
de Javier Cercas y epílogo de Juan Bonilla.
Editorial Berenice.
Formato:
Rústica. 12,3x20 cm. Editorial Berenice.
136 páginas.
PVP: 15€.
Fecha de publicación: septiembre de 2012.
“Imaginad el manicomio que sería España si tuviera Valle Inclán medio millón de lectores. Sería cosa de emigrar”.Felipe Alaiz, “Valle Inclán, anticuario, revolucionario y funcionario”.
En su epílogo a El arte de escribir sin arte (y otras críticas libertarias de la
literatura española), que acaba de publicar la editorial cordobesa Berenice, el escritor Juan Bonilla, responsable de la
selección de “Tipos españoles” que conforma la segunda parte del libro –la
primera la integra el conjunto de artículos publicados en forma de libreto bajo
el título, precisamente, de Arte de
escribir sin arte– establece una nada descaminada aunque “inverosímil” analogía
al señalar que, al igual que Walter
Benjamin podía perfectamente haberse inspirado en estas ácidas reseñas de
escritores ilustres a la hora de dictar cuáles eran los mandamientos que todo
crítico debía acatar; con la misma reciprocidad podría Alaiz haber asimilado
tesis como las recogidas en Dirección
única como armazón teórico antes de ponerse a preparar sus lacerantes escritos.
Si recordamos, en esta fragmentaria aunque deslumbrante obra, el pensador
berlinés expedía, entre otros preceptos, que “Quien no pueda tomar partido,
debe callar”, o que el crítico debe estar dispuesto siempre a sacrificar la
“objetividad” al “espíritu de partido”, cuando “la causa por la cual se combate
merezca realmente la pena”. Alaiz, de esta forma, más que la crítica de
“leñador”, como el propio Bonilla la define, practicaría la técnica del
“caníbal”, pues la misma ternura con la que éste se guisa un lactante, escribía
zumbón el agudo ingenio germano, es la que debe desplegar el crítico, con
predeterminado afán polemista y destructor, a la hora de abordar cualquier libro.
Bajo esta premisa, el “primer escritor
anarquista español”, como definió a Felipe
Alaiz (Belver de Cinca, 1887-París, 1959) el recientemente desaparecido Francisco Carrasquer
cuando lo sometió a antología, gozaría de plena libertad para vapulear a algunos
de los más ilustres escritores españoles de los últimos cien años, en cuanto
estos no representaban sino encarnaciones grotescas de ese mundo melifluo, cobista
y oropelado que cristalizaba en las alturas de las instituciones y las
academias burguesas –en las que esa legión de arribistas se habría muellemente
instalado por cuestiones que nada tenían que ver con lo literario y sí con su
adaptabilidad a un sistema degradado de amaños y falsa adulación–, un mundo que,
consecuentemente, solo podía incubar una abierta hostilidad por parte del
crítico.
Un
periodista combativo
En aras de la causa libertaria, a la que
desde muy joven, tras pasar por un republicanismo de cuño costista, se adhirió,
Alaiz no perdió ninguna oportunidad de convertir la literatura en un campo de
batalla en el que poner su combativa pluma al servicio de unas ideas de
emancipación radical del hombre. Curtido en la prensa aragonesa, este
integrante del conocido como “grupo del Talión”, del que también formaron parte
Ángel Samblancat, Gil Bel, Joaquín Maurín y el desdichado Ramón Acín –“una
guerrilla con todas las características de alianza antifascista”, como el
propio Alaiz los describió–, no tardó en empezar a publicar sus incendiarios
textos críticos. Ni su paso por periódicos liberales como El Sol, ni su admisión en tertulias como la de Pombo, donde conoció,
entre otros, al “implacable” Gómez de la Serna –“entretenido
constantemente en cazar temas de greguería y desbordar a los provincianos con
gracejo madrileño de cierta clase, el que con formas aparentemente afables
resulta en extremo corrosivo”–, ni su singular peregrinaje político con Pío Baroja durante una frustrada
aventura electoral del escritor vasco por tierras aragonesas, cosas todas ellas
acontecidas en la segunda década del siglo, consiguieron aplacar ese instinto
de rebeldía que no abandonará jamás a este hombre de vida itinerante nacido en
el seno de una familia acomodada. Años más tarde, y no sin cierta malicia, un eximio
correligionario como Juan García
Oliver achacaría en su autobiografía El
eco de los pasos, a la publicación de Quinet,
“libro pacientemente escrito y que nadie leyó”, el que Alaiz, cuya aspiración
era “ser admitido como literato”, hubiera dejado de ser aquella persona “jovial”
para convertirse en “un terrible amargado”. No sabemos qué de cierto puede
haber en este juicio retrospectivo. De lo que sí tenemos constancia es de que
Alaiz –que, según propio testimonio, había parido esta novela en la cárcel,
quedando, es verdad, sepultada dentro de la ingente bibliografía de la vanguardia
española de los años 20– había criticado con su habitual saña a García Oliver por aceptar el sillón
ministerial, como también conocemos que a “¡Ese Alaiz!”, como lo llamaban con gesto
torcido y retranca castiza algunos de sus compañeros de lucha, le repelía todo
aquello que a su indómita conciencia le sonara a concesión, reformismo o
componenda.
Proverbial resulta su aversión por toda
actividad orgánica, por cualquier forma de burocratismo. Su frontal rechazo a
que la CNT entrase en el gobierno republicano durante la Guerra Civil, que le
obligó a permanecer al margen de toda actividad pública sindical, permaneciendo
hasta el final de la guerra en Barcelona, donde dirigió el periódico Hoy, órgano de las industrias
socializadas de la Madera, es la prueba más inequívoca y referida de su
visceral individualismo, y ni siquiera en las jornadas más oscuras y
turbulentas cambió de parecer. Valga a este respecto como ejemplo para conocer
la idiosincrasia de este intelectual, un artículo publicado en la revista Tiempos Nuevos, fechado el 1 de octubre
de 1936 y titulado “¿Estamos en período revolucionario?”, en cuyas últimas
líneas podemos leer: “Con una red de oficinas complicada sólo conseguiremos
perpetuar el odio del pueblo a la burocracia. Con el ejercicio de la vida
solidaria ésta irá siendo espejo y no teoría.”
Vida solidaria y, con demasiada
frecuencia, solitaria. Vida en la que a causa del ejercicio de su profesión,
sufrió todo tipo de privaciones, desde censura a detenciones gubernativas,
desde consejos de guerra a continuas penas de prisión. A pesar de que, entre
sus propias filas, a veces se le acusó de “escurrir el bulto”, basta un somero
repaso a su biografía para detener en seco cualquier elucubración. Detenido y
encarcelado por delitos de opinión durante la monarquía, la dictadura del
general Primo de Rivera y la II República, durante su exilio francés fue
internado, junto a otros cientos de miles, en un campo de concentración, antes
de ser expulsado, uniendo su destino con el de algunas de sus más ilustres
víctimas literarias, a un precario transtierro galo de veinte años en el que no
dejó de colaborar en revistas libertarias como Ruta, Cénit o CNT, donde publicó folletos como “Hacia
una federación de autonomías ibéricas” o “La zarpa de Stalin sobre Europa”, todo
hasta que, tras una larga agonía, murió sólo en una habitación del Hospital
Broussal de París. En total se calcula que Alaiz consumió en la cárcel cerca de
cuatro años y los procesos que se instruyeron contra él por delitos de imprenta
resultan incontables, hasta el punto de que en algunas ocasiones, para huir de
las persecuciones policiales, se veía obligado a buscar refugio en el convento
de monjas a cuya comunidad pertenecía una de sus cuatro hermanas.
Para Alaiz el periodismo constituía su
única vocación, “una cosa suficiente –como le escribió en una carta al
cenetista Josep Peirats– para
llenar una vida activa y para colmarla.”
Ésa, y no la organización ni la “acción” política, era su “actividad
esencial”, lo que acredita de un modo más que elocuente su ingente producción.
“Papelotes en mano –decía en la misma misiva– puedo probar que mi obra de 25
años largos de periodismo sobrepasa en volumen o cantidad a la de dos periodiqueros
trabajando normalmente con rendimiento corriente. Esto es comprobable: ayer lo
fue, le es, lo será mañana.”
La
crítica caníbal
Distanciado de los marxistas, como su
viejo amigo Maurín, por
cuestiones ideológicas; ignorado como narrador, incluso entre los suyos, porque
(de nuevo García Oliver) “carecía de interés revolucionario”; peleado con la
élite intelectual del periodo de entreguerras por su rabioso inconformismo; quien fuera director de las principales
publicaciones anarquistas de la época, como Solidaridad
Obrera, España Nueva, El Luchador, Crisol, La Batalla, o Tierra y Libertad, hizo,
paradójicamente, casi siempre la guerra por su cuenta, lo que tal vez explica
parcialmente el que su nombre haya permanecido perdido entre la niebla durante
tanto tiempo, desterrado de la historia canónica de la literatura.
Sin conocer algunos de estos rasgos
difícilmente podríamos abordar con la perspectiva necesaria esos demoledores y
corrosivos artículos, de prosa ágil y urgente, rebosantes de humor y repletos
tanto de deslumbradores aciertos como de “disparates geniales”, como señala
Javier Cercas en un artículo
publicado en El País a comienzos
de 2007 que sirve de prólogo a la edición, en los que desgrana su personal
visión de la literatura española desde Espronceda –a quien dedica un controvertible
pero brillante artículo–, hasta la bautizada por Mainer como “generación de
plata” de la literatura española, pasando por Bécquer, Campoamor o algunos de
los más destacados representantes del grupo del 98.
¿Quiere decir esto que, por razones de
índole ideológica, debemos exonerar al autor de toda responsabilidad al emitir
juicios, como los que se recogen en la sección de “Tipos españoles” con
frecuencia inconsistentes, interesados, cuando no directamente extravagantes? ¿O
qué deberíamos pensar cuando dice de Bécquer que con sus versos elevaba “la
presunción a la altura de un vértigo”; cuando define a Azorín como “una retina
aparentemente asombrada, abierta por espasmos y no por curiosidad”; cuando
afirma que “el motivo de todas las obras de Valle Inclán es el coito”; cuando
define a Galdós como “algo pazguato”, a Blasco Ibáñez como “un azulejo con
mucho color y poco fuego para fijarlo” o cuando denuncia el “andalucismo de
pandereta” de Lorca?
A Espronceda, Valera, Rubén Darío,
Meléndez Valdés, Unamuno, Pérez de Ayala, o Benavente, por citar a unos
cuantos, tampoco los deja muy bien parados y de la novela española de su
tiempo, “entre patética, pedante y pornográfica”, letalmente infectada por el
virus del “enfermizo trascendentalismo ruso” y “el desmayo a lo Gide” solo
salva a Baroja, quien –es digna de admirar la contención en el halago–, como
“un barquero del Bidasoa, como un médico inteligente de Cestona, como un
modesto coleccionista de grabados, escribe sin pretensiones”.
No, la metonímica reducción de estos
autores que ejecuta Alaiz es difícilmente justificable. Por no hablar de que
resulta un tanto inverosímil pensar que un hombre como él, tan culto, leído y
penetrante en el análisis de la sociedad de su tiempo, alguien a quien el mismo
Ortega y Gasset fichó
para El Sol, que escribió decenas de
novelas cortas, tradujo a autores como Upton Sinclair, Max Nettlau, John Dos
Passos o H.G. Wells, y que fue capaz de escribir ensayos, folletos y opúsculos
tan dispares como “Historia de la Literatura desde El Cid hasta hoy”, “Colores de la indumentaria rusa”, “Durruti:
Biografía del héroe de la revolución de julio” o “Informes sobre la aduana y la producción
textil”, entre otros cientos, pudiera ser tan miope como para no salvar, ni
siquiera puntualmente, aspectos de la obra de aquellos grandes intelectuales a
los que fustiga sin piedad. Queda claro, pues, que si pudiera acaso mantenerse frágilmente
en pie su lectura desde una perspectiva estrictamente política, desde un punto
de vista de mera “justicia” literaria no resulta asumible, menos aún con tanta distancia
de por medio. Casi todo el tiempo Alaiz parece querer abrirse paso a mandobles
anchos y rectos, cortantes, higiénicos, desenredando así todas las curvas
voluptuosidades y confundidores velos para incautos del arte literario de su época.
Y así, no sólo Bécquer le parece un autor petulante e impostado, sino que es la
propia poesía, que no en vano procede, a su juicio, de la “debilidad”, siendo
el fruto más logrado de ese “cretino presuntuoso que es el hombre”, la que
recibe sus latigazos. Pero no, no solo la poesía. Es el amor, el amor burgués
naturalmente, y Alaiz parece dispuesto a acabar con las murallas de siete
siglos de tradición lírica occidental haciendo sonar con fuerza tres o cuatro
veces –¿acaso no llaman en ciudades como Cádiz “tipo” al disfraz de carnaval?– su
pito de caña.
Pero, de resultar esto cierto, ¿por qué motivo
tendríamos nosotros, más de medio siglo después de su desaparición, que seguir
hablando de la obra crítica de aquel pirómano que bajo su capote de amor
universal apenas podía disimular las cerdas de una incontenible misantropía?
¿Pudiera ser que bajo su condición de brillante y cínico caricaturista, de
moralista mojigato –esa obsesión por la “sicalipsis” que ve cebarse en la obra
de los demás no parece abandonarlo ni un momento–, de humorista sandunguero, no
resultara todo lo superficial que pudiera parecernos en un primer momento?
El
arte de escribir sin arte
Ya en el artículo que abre el volumen,
“El estilo es el hombre”, Alaiz, partiendo de esta “verdad del gran Buffon”,
que el hombre no ha de hablar como un libro abierto, “sino que el libro abierto
ha de hablar como un hombre”, se encarga de reivindicar por primera vez aquellas
obras inmortales “no lamidas ni amerengadas”. Sus mairenescas consideraciones
sobre el estilo siembran el volumen y su crítica a los escritores que “hinchan
el relato con acotaciones de relumbrón, intercalando máximas, sentencias,
considerandos y resultandos” es descarnada.
Su cruzada contra el “preciosismo”, en particular, que considera “un
rebrote de inferioridad”, es inmisericorde. Quien lo practica es un
“degradado”, alguien que, harto de diminutivos, de encajes y pasamanerías, ve
el paisaje “como un niño mimado, como un adolescente zangolotino, consentido y
fastidioso”. Amamantados en los decadentes pechos de los Barbey d´Aurevilly,
Rostand, D´Annunzio o Casanova, surgen el “bordado heráldico afrancesado” de
Rubén Darío y el “romanticismo aliñado con dengue estadizo, como si dijéramos en
salmuera”, del que alzarán el vuelo las águilas, gerifaltes y lobos de Valle
Inclán, otro de los autores a los que Alaiz flagela invirtiendo parejas
cantidades de arbitrariedad y salero.
A ojos del crítico, desde finales del
siglo XIX la Europa literaria parece sumida en un espeso sopor decadente. Es
una época en la que “Los escritores, los oficiales, los jesuitas y hasta los
políticos, parecían colegialas”; tiempo en el que “las severas iglesias
españolas” se transformaban en “cabarets del cielo” y donde “Hasta los
comisionistas de alfalfa leían a Rubén Darío poniendo los ojos en blanco”. A
esta realidad que se ha enseñoreado de un país como España, tan dotado para la
dramatización, Alaiz trata de oponer –aunque, sin poner prácticamente ejemplos–
ese arte que “es sobre todo temperamento y emoción”. Frente al escritor decorativo
o al escritor funcionario, se llamen Benavente, Campoamor, Azorín o Valle
Inclán, el crítico libertario apela a lo que hay de diferencial y privativo de
cada hombre que habla, que debe ser lo “deseable también para cada hombre que
escribe”.
Descubrimos así que, además de estar
dotado para forjar una prosa ágil, chispeante y retadora, que junto al
pintoresquismo bajo el que subyace una crítica acerada, heterodoxa, nacida para
escandalizar, para dejar al rey desnudo de un brusco tajo (¿quién no ha pensado
alguna vez, con Borges, que Lorca ejercía de “andaluz profesional”, que Bécquer
era un poco cursi o que el preciosismo modernista puede llegar a estomagar?),
descubrimos, decimos, que junto al espadachín transformado a veces en matarife –pues
junto a la ropa se lleva en la afilada hoja de vez en cuando algún que otro
jirón de piel, si no algo más–, Felipe Alaiz es capaz de articular una estética
que muchos escritores, desde Gracián, por el que sentía una devota admiración,
han suscrito a lo largo del tiempo. Es precisamente esta visión, sin menoscabo
de la galería, ahora que no puede oírnos, de “esperpentos” que nos regala su
autor y que componen la amenísima sección de “Tipos españoles” –la mayor parte
de los cuales aparecieron entre 1933 y 1936 en La Revista Blanca, siendo parcialmente reunidos a su muerte en dos
volúmenes publicados en París en 1962 y 1965, respectivamente– lo que
constituye la parte más destacada de un libro altamente recomendable y
necesario en que lo peor, con diferencia –pese a que nos gustaría interpretarlo
como un guiño al autor de El Criticón,
creador, como se sabe, del célebre aforismo de “Lo bueno, si breve...”, etc.–
es su corta extensión, circunstancia que, si consideramos que solo la producción
periodística de Alaiz ocuparía, según cálculos de Carrasquer, nada menos que 67
tomos de unas 300 páginas cada uno, a la luz de estas escasas 120 páginas de
generosa letra, queda más puesta en evidencia.
Como sea, su reivindicación de la
personalidad, de una escritura auténtica, sin pretensiones, popular, de una
literatura suelta, nacida de la “exigencia crítica”, sencilla y modesta, que fuese
capaz de rehuir la imitación –esta última considerada “el fundamento del arte
‘estándar’ con sus hombres en serie, sus discursos en serie y sus libros en
serie” –, al tiempo que se demostrase inmune a “la podredumbre dogmática con
sus academias, sus exposiciones y sus decadencias”, no puede decirse que sea un
desafuero. Es más, llegados a este punto, más que al Benjamin iconoclasta y panfletario
al que hemos aludido más arriba, Alaiz (relegando su faceta de “criticón”, por
seguir el juego gracianesco, en beneficio de “el arte de la prudencia”) nos
recuerda por momentos a otro escritor al que Baroja, dicho sea de paso, también
profesaba un gran respeto, como Robert Louis Stevenson,
quien en aquella compilación de artículos en torno a la literatura publicados tras
su muerte bajo el título, curiosamente, de El
arte de escribir (y punto), reivindicaba el deber moral de que toda obra
“surgiera de impulsos sólidos, humanos, sanos y poderosos”. ¿O no habría
suscrito nuestro aragonés aquella aseveración del escritor de La isla del tesoro de que “es preferible
que nuestros serenos templos queden desiertos a que se llenen de sacerdotes
dedicados a traficar y a practicar juegos malabares”.
De este modo, en tiempos en los que se
debate constantemente en torno al papel menguante del crítico como mediador en
la “sociedad-nube”, en que su autonomía –esto no es nada nuevo, evidentemente–
se ve constantemente amenazada, en este caso por la presión de los grandes
grupos mediáticos, pero en los que a la vez existen más posibilidades que nunca
para elevar nuestra propia voz –otra cosa es conseguir que nuestro timbre
resulte distinguible entre el ruido–, no podemos estar más de acuerdo con Alaiz
en estas palabras con las que cierra “Arte de escribir sin arte” y, de camino,
el presente artículo. Allí cuando dice, encomendándose a un posible porvenir de
esperanza para el estilo: “Sin embargo, hay que luchar contra nosotros mismos
antes que contra nadie, para poseer el inapreciable arte de escribir sin arte”.
José María
Matás.
[Artículo
publicado originalmente en FronteraD]
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