Historias de asesinos, tahúres, daifas,
borrachos, neuróticas y poetas.
Autor: Luis Antón del Olmet.
Edición y estudio introductorio: Rubén
López Conde.
Ginger Ape Books&Films. Col:
Thompson&Thompson.
Formato: Rústica fresada sin solapas. 13
x 19’5 cm.
242 páginas.
PVP: 12’5€.
Fecha de publicación: noviembre de 2012
La literatura española de principios del
siglo XX está repleta de personajes extraordinarios, criaturas novelescas
–incluso noveladas– a las que la posteridad no siempre ha tratado con justicia,
quedando sus obras sepultadas bajo la
montaña de anécdotas, chascarrillos y leyendas que se alzaron como una
polvareda nada más caer su cuerpo sin vida sobre la lona.
Una de esas figuras –y el símil
pugilístico en este caso no resulta nada forzado– fue el prolífico periodista y
escritor bilbaíno Luis
Antón del Olmet, emblemático representante de la vida literaria del primer
tercio de siglo, cuyo “teatral” asesinato a manos de un joven autor anarquista
en marzo de 1923, en lo que supuso uno de los grandes escándalos del mundillo artístico
de su tiempo, terminaría devorando a quien ya en su tiempo llegaría a ser
alabado por contemporáneos tan representativos como Gómez de la Serna o Manuel Machado.
El episodio, tantas veces recreado, a
veces incluso al fondo de una descarnada semblanza,
que no podemos tildar en cualquier de exagerada, como la que dibujó aquel otro singularísimo
personaje que fue Pedro Luis de
Gálvez –cuya memoria revitalizó Juan Manuel de Prada al
convertirlo en protagonista de Las
máscaras de héroe– , reunía todos los ingredientes para relegar la obra del
menos afortunado de los protagonistas. La fecha, el 2 de marzo de 1923; el
escenario, el saloncillo del Teatro Eslava de Madrid; la situación, el ensayo
de la última obra teatral de la víctima, El
capitán sin alma; el asesino, el joven colaborador de Olmet, el bohemio Alfonso Vidal y
Planas; el motivo, desconocido y, por lo tanto, sujeto a las más morbosas
lucubraciones.
Luis Antón del Olmet había destacado
especialmente como periodista dirigiendo publicaciones tan importantes de su
época como El Debate, El Parlamentario o la Revista Política, Parlamentaria y Financiera
al tiempo que colaboraba, poniendo su pluma siempre al servicio del mejor
postor, en los principales periódicos y revistas españoles. De su elasticidad
política da cuenta una carrera de trepador profesional en las que se sirvió del
chantaje, la extorsión, el soborno, la amenaza y la manipulación como un
mecánico haría de la llave inglesa, el destornillador o los alicates. Eran sus
armas de trabajo y Olmet siempre estuvo dispuesto a perfeccionar su arte
aprendiendo a dar un nuevo golpe bajo. “El ideal de Antón del Olmet: el del
billete grande”, que dijo Pedro Luis de Gálvez. El redomado sablista fue de
este modo fundador del movimiento agrarista y anticaciquil Acción Gallega, diputado
a Cortes por Almería con el Partido Conservador y casi consiguió serlo también
representando en este caso a las izquierdas por el distrito de Verín.
Germanófilo, primero y más tarde, cuando vinieron mal dadas, germanófilo, en su
honor hay que decir que no sólo practicó un burdo maquiavelismo sino que él
mismo se jugó el tipo en diversas ocasiones enviando padrinos en diversos
lances. Aunque siempre nos quedará la duda razonable de si no tendría don Pedro
Luis, quien lo conocía sobradamente, razón cuando dijo que siempre que el
sujeto a zaherir no fuera un “tío de redaños”.
Con todos estos mimbres tal vez no tuviera
que resultar extraño que, fuera por celos, despecho o por el afán de saldar una
antigua deuda, acaso sentimental, el pistoletazo con que el inestable Vidal y Planas
acabó con su atrabiliaria vida, no sólo pareciera dirigido a truncar la carrera
de aquel hombre de 37 años, sino que supusiera el natural corolario a una vida digna
de ser mil y una veces contada pero en la que fue abriéndose paso al precio de
sembrar el camino de enemigos. Sin embargo, el caso es que a diferencia de
otros tantos bohemios, como algunos escasos estudiosos han apuntado –es el
caso de Rafael Urbina o Sánchez
Álvarez-Insúa– y como en fecha reciente el escritor y crítico José Luis García
Martín nos recordaba, su obra no fue una anécdota más en una vida llena de
ellas.
Y así lo confirma el volumen que la joven
editorial andaluza Ginger Ape
Books&Films nos acaba de presentar y que recoge una sobresaliente compilación
de relatos breves aparecida en 1913 bajo el título original –en la presente
edición parcialmente amputado– de Espejo
de los humildes. Historias de asesinos, tahúres, daifas, borrachos, neuróticas
y poetas, zurcidas para estímulo de probos y castigo de bellacos. En este
volumen podremos encontrar la evidencia de que Olmet, no sólo fue, en palabras
de Rubén L. Conde, responsable de la edición y autor del estudio introductorio,
“un hampón de rompe y rasga, corrupto, pérfido y bronquista, rebajado por la
fuerza superior de su genio turbulento a personaje central de un folletín de
tintes siniestros”, sino además de todo lo anterior, un excelente escritor.
Historias de asesinos, tahúres, daifas,
borrachos, neuróticas y poetas, selección de cinco relatos o novelas cortas
(no le sentaría mal para el caso el término “novella” que utilizan los
italianos) que aparecieron por primera vez, entre 1910 y 1912, en aquellas
imprescindibles revistas que fueron El
Cuento Semanal y Los Contemporáneos,
nos sitúa ante un escritor que vuelca en el terreno de la ficción todo el genio
y la mordacidad que aplicaba a sus escritos polémicos, con preferencia
naturalmente por el libelo, pero dispensando con igual maestría unas dosis de
ternura y manejo de las emociones, que sólo pueden denotar el extraordinario
conocimiento que del alma humana tenía quien apenas contaba por entonces con
veintitantos años.
El dominio de una prosa de resonancias
castizas y ecos en ocasiones marcadamente modernistas o la sensibilidad que
vuelca hacia las clases desheredas, esa profunda humanidad que emerge de un
hombre cuya fachada exterior no presenta ninguna grieta ni pareciera ser
permeable al sentimentalismo, también destacan sobremanera de este conjunto
heterogéneo –se ha dicho incluso que demasiado, achacándole una ausencia de
personalidad propia, juicio al menos discutible–, pero es con igual justicia en
la gestión del tempo narrativo y en la absorción que realiza de los principales
movimientos literarios de su tiempo donde nos encontramos con un escritor en
plena posesión del oficio.
Los terrores de la adolescencia en la
atmósfera opresiva de un internado religioso, la dostoievskiana angustia del
criminal, el lesbianismo latente entre dos jovencitas de la buena sociedad, o el
tema del honor recreado en un ambiente gallego, son algunos de los motivos que
un Olmet “de pluma ágil y bravía, de
prosa limpia, castiza y feraz”, en palabras de nuevo de Rubén L. Conde, aborda en un conjunto del que destaca, por su
pintoresquismo e irresistible hilaridad el relato “La verdad en la ilusión”, en
el que valiéndose, en versión castiza, del fértil género de la distopía –parodiando,
por tanto al William Morris de Noticias de ninguna parte y
adelantándose a la celebérrima novela de Huxley–, el personaje protagonista,
trasunto del autor teletransportado a un
tecnificado porvenir, nos presenta su sarcástica visión de un tiempo avistado
que no es más que la caricatura de un presente al que, con todos sus defectos y
males, no quiere ni por asomo renunciar: un presente de hombres con nombre y
apellidos en vez de números, de tormentas que se presentan sin avisar y que nos
obligan a resguardarnos en el primer cafetín, de duros en los bolsillos, de
boquerores y amontillado, de mujeres voluptuosas…
“–Entonces, ¿cómo hacen ustedes el amor?–Lícitamente. Nos acercamos a una mujer y le decimos: «Señorita, ¿se prestaría usted a tener conmigo un hijo varón, rubio, de ojos azules que llegue a ser, andando el tiempo, un gran matemático?»–¿Y es posible anticipar esos detalles?–Por completo. Admirables aparatos quirúrgicos, modernos rayos X de una potencia insospechada, sabias recetas, una verdadera esclavitud ejercida sobre el espermatozoide, lo previene todo, lo dispone todo. Precisamente ayer, por capricho, engendré un médico ilustre, un ingeniero eminente y un gran historiador.–Lo felicito a usted, caramba. Yo me hubiera limitado a engendrar uno sólo, y para eso, ignorando si me saldría torero o sacristán”.
Cuando la recuperación de algunos de los
agraviados por la historia oficial de la literatura parece abrirse paso de la
mano, especialmente, de algunos pequeños sellos independientes, no podemos
juzgar sino de atinadísima la iniciativa, para
estímulo de probos y castigo de bellacos, de recuperar a este clásico
olvidado de nuestras letras.
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